Serena inquietud
Viajamos a mil por hora, nadie lo diría. Avanza el avión sobre las nubes. Todo adquiere un aspecto de mágica y blanca calma, quebrada de pronto por la voz de la azafata, que nos pide que cerremos la ventanilla porque van a echar una película.
No es que me apasione volar, pero si algo justifica la huella de carbono es sobre todo esto: el espectáculo del mundo a vista de pájaro, la inmovilidad que tienen todas las cosas desde aquí arriba, planeando como estamos sobre nuestras propias vidas. ¡Al diablo la película!
Dejo pues abierta la ventanilla del avión, y permito que mis ojos viajen más allá del espacio y del tiempo. La misma sensación me invade cuando miro por la ventana del tren, o cuando voy en bicicleta y corto los pliegues del viento. Todo se mueve y también se queda.
Sin prisa pero sin pausa, todo cambia y todo sigue igual, la vida fluye constantemente y la vida tiene también un punto de inexplicable quietud, bajo la gran mentira de la velocidad y el vértigo.
Los tiempos que corren nos arrastran, es cierto, como un caballo desbocado que no sabe ni puede detenerse al borde del precipicio. Avanzan los días a golpe de espuela, sin meta ni riendas que nos sujeten: la acción por la acción.
Hay quien siente el impulso de huir al otro extremo, y se exilia en sí mismo, monje o asceta, devoto de la inmovilidad, petrificado en vida. Tampoco es eso.
Ni el nirvana, ni la ataraxia. Ni la agitación, ni la perpetua crisis. Entre un punto y otro de la cuerda está la serena inquietud: ese impulso que es al mismo tiempo ancla y timón, acelerador y freno, agua y fuego, ansia y sosiego.