¡Luz!
¡Hágase la luz! Salgamos del largo encierro entre cuatro paredes ahora que los días se estiran. Desafiemos el frío buscando los rayos del sol: el remedio más efectivo contra el “winter blues”, la tristeza invernal que se alimenta de las penumbras en nuestros hogares y en nuestras oficinas (donde pasamos el 80% del tiempo, mal que nos pese).
“La luz es un nutriente, como los alimentos”, escribía el doctor y fotógrafo John Ott, pionero en la investigación de los efectos de la luz natural y artificial en los seres vivos. “Una mala iluminación puede hacernos enfermar, de la misma manera que una buena luz puede curarnos y mantenernos sanos”.
Hablaba Ott de la necesidad de seguir “dietas de luz”, con largas exposiciones a los rayos de sol, para procurar esa sensación de bienestar tan esquiva en los meses de invierno. Sus estudios fueron decisivos para el desarrollo de luces artificiales de espectro completo o total, de los ultravioleta a los infrarrojos, invisibles para el ojo humano, pero necesarios para beneficiar la salud en dosis adecuadas.
Sed de sol… Esa es la sensación insospechada que empiezo a tener en este invierno pasado bajo nubarrones en las islas británicas. Ahora entiendo esa necesidad imperiosa que tienen los ingleses de bajar al sur, a cargar las pilas y a beber nuestra incomparable luz, que forma parte indisoluble de la dieta mediterránea.
“Somos seres energívoros por naturaleza”, me recordaba hace tiempo, bajo el sol de Bernicarló, el maestro de la agricultura ecológica Mariano Bueno, el primero en descubrirme la “madre” de todos los nutrientes… “Las plantas nos llevan ventaja, porque ellas se alimentan directamente de la luz solar gracias a la fotosíntesis y a su increíble proceso adaptativo”.