Zygmunt Bauman: "Mi última esperanza es el planeta social"
Entrevista al sociólogo y pensador Zygmunt Bauman, autor de Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre".
Bauman asegura que "el capitalismo es esencialmente como un parásito: se apropia de un organismo, se alimenta de él, lo deja enfermo o exhausto y salta a otro".
Zygmunt Bauman no podría haber escrito más de 50 libros sin la proverbial ayuda de la pipa. Un misterioso resorte se activa en el momento en que comienza el laborioso ritual de limpiar la cazoleta, llenar el hornillo con tabaco fresco y aspirar por la boquilla hasta lograr el conjuro del humo. Y ya pueden fluir sus largos y ponderados pensamientos sobre la vida líquida…
A sus 87 años, superada la depresión tras la muerte de su esposa Janina, Bauman vive una lúcida y viajera segunda vejez. El sociólogo y pensador polaco tiene la maleta siempre lista en su casa en las afueras de Leeds, su ciudad adoptiva desde hace cuatro décadas, cuando tuvo que dejar su cátedra en Varsovia en una purga del gobierno comunista.
Sus ojos ávidos han visto mucho: de la Segunda Guerra Mundial a la guerra fría, pasando por la disolución de todo lo que creíamos sólido en estas tres últimas décadas. La crisis, asegura, ha servido para acelerar los Tiempos Líquidos y para consumar el divorcio entre poder y política, bajo la rigurosa supervisión de los mercados.
Mucho ha llovido desde que usted acuñó el concepto de la sociedad líquida. Ahora que todo parece disolverse a nuestro alrededor, ¿no hemos entrado quizás en un período peligrosamente líquido?
Todo se acelera. Cuando usé la metáfora de la “modernidad líquida”, me refería en concreto al período que arrancó hace algo más de tres décadas. Líquido significa, literalmente, “aquello que no puede mantener su forma”. Y en esa etapa seguimos: todas las instituciones de la etapa “sólida” anterior están haciendo aguas, de los Gobiernos a las familias, pasando por los partidos políticos, las empresas, los puestos de trabajo que antes nos daban seguridad y que ahora no sabemos si durarán hasta mañana. Es cierto, hay una sensación de liquidez total. Pero esto no es nuevo, ya digo.
Hemos vivido una orgía del consumismo, seducidos por las tarjetas de crédito y por las triquiñuelas de los bancos, que se lucran prestando dinero y cobrando el interés"
¿Qué lectura hace usted de la crisis?
Los últimos treinta años han sido una orgía del consumismo. Hemos vivido de prestado durante todo ese tiempo, seducidos por las tarjetas de crédito y por las triquiñuelas de los bancos, que se lucran prestando dinero y cobrando el interés. Endeudarse se había convertido en un hábito. Hasta que estalló la burbuja, se acabó el espejismo y descubrimos que estábamos intoxicados.
¿La austeridad es la cura?
A nivel personal, no hay más remedio que adaptarse a la nueva realidad y vivir de una manera más consecuente y responsable. Pero lo que están haciendo los Gobiernos es aplicar una “austeridad” de doble rasero: pobreza para la mayoría y riqueza para los banqueros, los accionistas y los inversores. O lo que es lo mismo: austeridad para España, Grecia, Portugal e Italia, mientras Alemania hace y deshace a sus anchas. Como dice mi colega, el sociólogo alemán Ulrich Beck, Madame Merkiavelo (resultante de la fusión de Merkel y Maquiavelo) consulta todas las mañanas el oráculo de los mercados y luego decide.
¿Le asusta la hegemonía alemana en Europa?
Recuerdo el discurso de Thomas Mann en 1953, cuando previno contra la nueva tentación de “una Europa alemana”. ¿Una Europa alemana o una Alemania europea? En el fondo es lo mismo en la mentalidad de Madame Merkiavelo, que sin embargo necesita a la Unión Europea para mantener su poder… Yo no puedo predecir el futuro, no soy profeta. Pero espero que la razón se imponga, tal vez reforzando los lazos y encontrando el modelo para funcionar con una sola moneda y 17 ministros de finanzas, que ha sido realmente un experimento único en la historia.
La naturaleza del capitalismo es como la de un parásito: se apropia de un organismo, se alimenta de él, lo deja enfermo o exhausto y salta a otro. Ya llegará el momento en que se les obligue a pagar las deudas"
¿Vivimos bajo la tiranía de los mercados?
Estamos desde hace tiempo en manos de los poderes económicos. Los políticos no son más que intermediarios, y da igual que esté en el Gobierno Zapatero que Rajoy. Los inversores mandan y han sustituido a los consumidores (y no digamos a los ciudadanos) como referencia…
Da la impresión de que los ricos se mueven como pez en el agua en este mundo extremadamente líquido…
Ese es precisamente el mayor “daño colateral” de la era de la globalización. La diferencia entre ricos y pobres vuelve a ser tan grande como hace casi un siglo. Piense usted que en Estados Unidos, en los años sesenta, el director ejecutivo de una corporación cobraba doce veces más que el empleado medio. En el año 2000, la diferencia era de 531 veces. El 1% de la población de EEUU se ha apropiado del 93% de la riqueza creada desde que estalló la crisis financiera, mientras que el resto de la población se ha distribuido apenas el 7%. Este es el mundo en el que vivimos: riqueza para muy pocos, austeridad para la mayoría. Y lo que es peor, no tenemos ni idea de cómo acabar con esa tendencia.
¿Qué nos quedará del estado del bienestar?
A mí nunca me ha gustado el término de “estado del bienestar”. Creo que se ha convertido en un caballo de batalla ideológico. Yo siempre he preferido hablar del “estado social”, que es el que surgió después de la devastación causada por la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de crear una especie de “seguro colectivo” a la población, y en esto estaban de acuerdo la derecha y la izquierda. Lo que ocurre es que el “estado social” fue creado para un mundo sólido como el que teníamos y es muy difícil hacerlo viable en este mundo líquido, en el que cualquier institución que creemos tiene seguramente los días contados. En este “espacio de los flujos” del que habla Manuel Castells, tal vez tiene más sentido hablar de un “estado en red” o de “un planeta social”, con organizaciones no gubernamentales que cubran los huecos que va dejando el estado. Ahora bien, conviene dejar constancia de que esta relación de dependencia mutua entre el Estado y los ciudadanos ha sido cancelada unilateralmente. A los ciudadanos no se les ha pedido su opinión, por eso ha habido manifestaciones en las calles
Pese a todas sus críticas, usted reconoce que hoy por hoy no hay alternativa viable al capitalismo…
El capitalismo se lleva trasformando desde su invención y ha demostrado una gran capacidad para adaptarse a las situaciones más difíciles. Su naturaleza es esencialmente la de un parásito: se apropia de un organismo, se alimenta de él, lo deja enfermo o exhausto y salta a otro. Eso es lo que está ocurriendo desde que arrancó esta forma de capitalismo en la era de la globalización. Recordemos el famoso “corralito” en Argentina, y luego el colapso de Malasia, y la crisis del rublo, y finalmente la burbuja que estalló en Irlanda, luego en Islandia, y en Grecia, y ahora en España. Hasta que no revuelvan el país y lo dejen en una situación límite no dejarán de dar la lata. El capitalismo necesita de tierras vírgenes, que puedan ser persuadidas y seducidas. Ya llegará el momento en que se les obligue a pagar las deudas.
Cualquiera diría que ha perdido usted toda la esperanza…
La esperanza es inmortal. Hasta que haya humanos en el planeta, habrá esperanza… Pero a veces estoy convencido de que lo único que puede parar los pies al capitalismo son los límites físicos. Hoy por hoy estamos ya consumiendo el equivalente a un planeta y medio. Al ritmo actual, a mediados de siglo nos harán falta de cuatro a cinco planetas para mantener nuestro estilo de vida. Espero que seamos capaces de reaccionar antes de llegar a ese extremo.
Creo en la posibilidad de crear una realidad distinta dentro de nuestro radio de alcance. De hecho, los grupos locales que están creando lazos globales como Slow Food son para mí la mayor esperanza de cambio"
¿Cree usted en la utopía?
Yo le dediqué un libro a la “utopía de los jardineros”, que idearon sociedades en total armonía con la naturaleza. Pero esa utopía ha dejado paso a lo que yo llamo “la utopía de los cazadores”, la del individualismo a ultranza: yo cazo lo que me apetece, sin importarme si dejo para comer a otros y menos aún pensando en el futuro del bosque… Sí creo, sin embargo, en la posibilidad de crear una realidad distinta dentro de nuestro radio de alcance. De hecho, los grupos locales que están creando lazos globales como Slow Food son para mí la mayor esperanza de cambio.
¿Y qué hacemos con los políticos?
Ése es el gran problema. La falta de confianza en los políticos es un fenómeno a nivel mundial. Y la razón de fondo es que los políticos no tienen ningún poder, el estado no tiene poder. En el mundo globalizado en el que vivimos, las decisiones las toman los poderes económicos que no entienden de fronteras. El gran reto del siglo XXI va a ser precisamente acabar con el divorcio entre poder y política. Tenemos que encontrar la manera de que ese matrimonio vuelva a funcionar, aunque a nivel estatal será cada vez más difícil. Mi única esperanza, ya digo, es a nivel local. A eso me refiero cuando hablo del “planeta social”, a una red cada vez más tupida que impulse la acción desde lo local, mientras siga el divorcio entre poder y política.
En circunstancias como la que vivimos, la política se polariza y existe también el riesgo de una involución política. Usted fue testigo del ascenso de los totalitarismos del siglo XX. ¿Hasta qué punto la gente está dispuesta a sacrificar la libertad por la seguridad?
Ante situaciones de inestabilidad económica la gente busca seguridad, es cierto. El problema es que los Gobiernos no tienen ya el poder para proporcionar ese tipo de seguridad: la de tener cierta estabilidad laboral, poder formar una familia, mandar a tus hijos a la escuela… La “seguridad” que ofrecen los Gobiernos es de un carácter muy distinto: ya vimos el cerrojazo paramilitar de toda una ciudad como Boston para poder cazar a dos niñatos. Hay una estrategia detrás de todo esto: dar la impresión de que estamos “seguros” ante amenazas que vienen de fuera, pero bajar la guardia ante la total falta de seguridad de millones de personas en su vida diaria.
En su último libro (Sobre la educación en un mundo líquido) y en sus últimas conferencias en España usted le dedica una especial atención a los jóvenes. El futuro para ellos se ha disuelto por completo…
Soy muy consciente del tremendo problema del paro juvenil, que es algo ya común a todos los países occidentales, pero que se manifiesta muy cruelmente en España. Cuando más de la mitad de los jóvenes no tienen trabajo, cuando muchos de ellos se ganan la vida en trabajos “basura” después de haber sacado títulos que no les sirven para nada, la gran pregunta es: “¿Qué futuro estamos construyendo?” Estamos ante la primera generación que por primera vez contempla la posibilidad de vivir peor que sus pardes. Desde luego, corremos el riesgo de generar una juventud “excluida” y sin perspectivas, sobre todo si no hacemos un auténtico esfuerzo por poner al día la educación y adaptarla a los tiempos líquidos. El modelo griego de la “paideia”, en el que un maestro pasa sus conocimientos a un aprendiz, ya no nos vale. Los estudiantes de hoy en día tienen muchas más herramientas a su alcance, pero corren también el riesgo de sucumbir bajo el bombardeo incesante de información. El 99,9% de lo que les llega no les va a servir para nada.
¿Mira usted con recelo a la tecnología?
Lo más difícil es discernir entre usar la tecnología y ser usado por ella. Ese uso crítico de la tecnología tiene que ser vital en la educación… Yo valoro sin duda las nuevas herramientas y he vivido lo suficiente para subirme a la revolución de Internet. Pero le voy a decir una cosa: una de las cosas sólidas que aún aprecio es el periódico. Me gusta leer las historias en papel.
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