La década de la conciencia ecológica
Por fin, no solo la ciencia reclama acción ante la emergencia climática; ahora también lo hace la calle, con el empuje de los jóvenes. Y en apenas diez años, las ciudades europeas han asistido a una revolución “silenciosa”.
Más de siete millones de niños, adolescentes y jóvenes declarándose en “huelga climática”. Medio millón de ciudadanos, en las calles de Madrid reclamando acción a los Gobiernos. Un mundo cada vez más sensibilizado ante las alertas que dan los científicos, del aumento récord de las temperaturas en lo que va de siglo a la sexta extinción masiva, en este período que los geólogos han decidido rebautizar como el Antropoceno.
Mucho han cambiado las tornas en esta larga década, que arrancó precedida del fiasco de la cumbre del clima del 2009 en Copenhague, donde ganaron los negacionistas. En Madrid, diez años después, hemos asistido a las mismas maniobras por parte de países como Estados Unidos, Brasil o Australia. La “ambición” ha dejado paso temporalmente a la frustración, pero el péndulo volverá oscilar hacia el otro lado.
El cambio de conciencia se ha dio gestando durante la última década. La ciencia y la calle reclaman acción y el rodillo acabará pasando factura a los políticos (y a la empresas) que no se adapten. El norte lo están marcando las ciudades, con sus propios planes para la reducción de emision de CO2, plantando de paso cara a la contaminación con medidas como la prohibición de vehículos diésel.
Ante nuestros ojos, y en apenas diez años, las ciudades europeas han asistido a una revolución “silenciosa” con la explosión de la bicicleta pública, del coche eléctrico compartido, del patinete que acabará encontrando su sitio y de aplicaciones que están cambiando el concepto movilidad. Y eso por no hablar de la proliferación de los mercados de productos locales y ecológicos, de la creación de corredores verdes o de los primeros proyectos de “cohousing” urbano.
A veces tenemos la sensación de que todo debería evolucionar más rápido, pero si volvemos la vista atrás nos daremos cuenta del camino avanzado (a trompicones, es cierto). El punto de inflexión fue posiblemente el Acuerdo de París del 2015, y aunque es muy lícito pensar que las cumbres del clima no sirven para nada, lo cierto es que algo cambió a partir de ese momento.
Los medios empezaron a tomarse más en serio la dimensión del problema. La ciencia recalcó lo importante que es limitar el aumento global de temperaturas a 1,5 grados. El tono alarmante de los informes que se han ido sucediendo desde entonces han contribuido a esa sensación de “emergencia climática” que se ha instalado ya en la jerga política, gracias a la acción de grupos de nuevo cuño como Extinction Rebellion…
Y eso por no hablar de Fridays For Future, creado por la activista sueca Greta Thunberg, recién distinguida como Persona del Año por la revista “Time” (e isultada simultáneamente por Trump y Bolsonaro). La campaña anti-Greta es tal vez la mayor indicación de que un problema hasta ahora relegado a los márgenes ha entrado finalmente en la agenda política.
La “crisis climática” acapara finalmente los titulares, seguida bien de cerca por el otro gran problema ambiental: la pérdida de biodiversidad. El 2019 será recordado en este sentido como el año clave, con la publicación del informe IPBES (Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas, según jerga a veces ininteligible de la ONU).
El informe de 1.800 páginas concluye que más de un millón de especies se encuentran en peligro de extinción y que los humanos hemos alterando ya tres cuartas partes del planeta, poniento en peligro los ecosistemas de los que depende nuetra propia supervivencia como especies. La Convención Marco sobre Biodiversidad, que se celebra en el 2020 en China, fijará los objetivos globales para las dos próximas décadas y aspira a ser equivalente a al cumbre del clima de París.
Otro reciente estudio, estudio publicado en 'Biological Conservation' y codirigido por el español Francisco Sánchez-Bayo, de la Universidad de Sydney (Australia), ha servido para ilustrar la gravedad del problema: los insectos están desapareciendo de la faz de la Tierra a una velocidad de vértigo, el 41% de las especies están en declive y una tercera parte se encuentra en peligro de extinción por el efecto combinado de la acción humana y el cambio climático.
En estos diez últimos años hemos sabido que la contaminación, otro de los tres grandes problemas ambientales, ha adelantado al tabaco como la causa de muerte prematura. Se estima que siete millones de personas (10.000 en España) mueren anualmente por causas relacionadas con la mala calidal del aire, según la OMS. Nueve que cada diez humanos respira un aire insalubre, y el problema es especialmente acuciante en las megalópolis asiáticas.
El mundo ha despertado también en esta última década ante el problema causado por la contaminación de plástico y microplásticos. Se estima que en el 2020, la producción mundial superará los 500 millones de toneladas anuales, un 900% más que los niveles de 1980. Y el gran vertedero mundial de plástico es el mar: se estima que en el mundo existen ya seite “superislas” de residios y escombro flotantes, que se acumulan, se fusionan con el plancton y entran en cadena alimenticia, causando la muerte de millones de animales marinos y aves, y poniendo en peligro la salud humana.
Como en el caso de la contaminación, como en el caso de la pérdida de biodiversidad o de la emegencia climática, no estamos ante problemas meramente ambientales sino de estricta supervivencia. La reconexión del hombre y la naturaleza ha dado pie a otra tendencia al alza: el “rewilding”. Y la lección más sabia de la naturaleza es esta: nada de desecha, todo reaprovecha. Las tres “erres” clásicas han dejado paso a cinco “erres” de la economía circular: repensar, rediseñar, reducir, reusar y reciclar (como última solución y si fallan todas las demás).