Cómo cambiar tu mente
Michael Pollan, reconocido periodista especializado en alimentación, ha escrito un nuevo libro sobre el renacimiento de la investigación científica de las sustancias psicodélicas (principalmente LSD y peyote).
Bien utilizadas, estas aparecen como una de las mejores herramientas para conocer y transformar nuestra mente.
Se trata de una obra apasionante, que ofrece interesantes reflexiones, conocimientos científicos de vanguardia y testimonios personales.
El libro sale a la venta en inglés el 15 de mayo. Aquí te ofrecemos la traducción apresurada de la introducción.
A mediados del siglo XX, dos nuevas e inusuales moléculas, compuestos orgánicos con un asombroso parecido familiar, explotaron sobre Occidente. Con el tiempo cambiarían el curso de la historia social, política y cultural, así como las biografías de los millones de personas que las introdujeron en sus cerebros. Al tiempo, la llegada de estos químicos disruptivos coincidió con otra explosión histórica mundial: la de la bomba atómica. Hubo personas que compararon los dos acontecimientos que revelaban la sincronicidad cósmica. Extraordinarias nuevas energías habían sido desatadas en el mundo; las cosas nunca volverían a ser igual.
La primera de estas moléculas fue una invención accidental de la ciencia. La dietilamida del ácido lisérgico, comúnmente conocida como LSD, fue sintetizada por primera vez por Albert Hofmann en 1938, poco antes de que los físicos dividieran un átomo de uranio por primera vez. Hofmann, que trabajaba para la firma farmacéutica suiza Sandoz, había estado buscando un medicamento para estimular la circulación, no un compuesto psicoactivo. No fue hasta cinco años más tarde, cuando accidentalmente ingirió una cantidad insignificante del nuevo químico, que se dio cuenta de que había creado algo poderoso, a la vez aterrador y maravilloso.
La segunda molécula había estado ahí desde hacía miles de años, aunque nadie en el mundo desarrollado fue nunca consciente de ello. Producida no por un químico, sino por un pequeño y discreto hongo marrón, esta molécula, que se conocería como psilocibina, había sido utilizada por los pueblos indígenas de México y América Central durante cientos de años como un sacramento. Llamado teonanácatl por los aztecas, o "carne de los dioses", el hongo fue reprimido brutalmente por la Iglesia Católica Romana después de la conquista española y fue enterrado. En 1955, doce años después del descubrimiento del LSD por Albert Hofmann, un banquero y micólogo aficionado de Manhattan, llamado R. Gordon Wasson, tomó muestras del hongo mágico en el pueblo de Huautla de Jiménez, en el sureño estado mexicano de Oaxaca. Dos años más tarde, publicó un testimonio de quince páginas sobre "los hongos que causan visiones extrañas" en la revista Life, y por primera vez las noticias sobre una nueva forma de conciencia llegaron al público en general. (En 1957, el conocimiento del LSD se limitaba principalmente a la comunidad de investigadores y profesionales de la salud mental.) La gente no se daría cuenta de la magnitud de lo que había sucedido durante varios años más, pero la historia de Occidente había cambiado.
El impacto de estas dos moléculas es difícil de sobreestimar. El advenimiento del LSD puede vincularse con la revolución en la ciencia del cerebro que comienza en la década de 1950, cuando los científicos descubrieron el papel de los neurotransmisores. Cantidades de LSD del orden de los microgramos producían síntomas que se asemejaban a la psicosis, lo que inspiró a los científicos para buscar la base neuroquímica de los trastornos mentales, que hasta entonces se suponían de origen psicológico. Al mismo tiempo, los psicodélicos encontraron su camino en la psicoterapia, donde se usaron para tratar una variedad de trastornos, incluidos el alcoholismo, la ansiedad y la depresión. Durante la mayor parte de la década de 1950 y principios de la de 1960, muchos psiquiatras pertenecientes al grupo dominante consideraban el LSD y la psilocibina como medicamentos milagrosos.
Los psicodélicos encontraron su camino en la psicoterapia, donde se usaron para tratar una variedad de trastornos, incluidos el alcoholismo, la ansiedad y la depresión.
La llegada de estos dos compuestos también está relacionada con el surgimiento de la contracultura durante la década de 1960 y, quizá especialmente, con su tono y estilo particulares. Por primera vez en la historia, los jóvenes tenían un rito propio: el "viaje ácido". En lugar de llevar a los jóvenes al mundo de los adultos, como los ritos de paso siempre lo han hecho, este los hizo aterrizar en una región de la mente que pocos adultos conocían. El efecto en la sociedad fue, por decirlo suavemente, disruptivo.
Sin embargo, a fines de la década de 1960, las ondas de choque sociales y políticas desatadas por estas moléculas parecieron disiparse. El lado oscuro de los psicodélicos comenzó a recibir una enorme cantidad de publicidad –malos viajes, brotes psicóticos, flashbacks, suicidios– y a partir de 1965 la exuberancia que rodeaba a estas nuevas drogas dio paso al pánico moral. Tan rápido como la cultura y el establishment científico habían adoptado los psicodélicos, se volvieron bruscamente en contra de ellos. Hacia el final de la década, las drogas psicodélicas, que habían sido legales en la mayoría de los lugares, fueron prohibidas y forzadas a la clandestinidad. Al menos una de las dos bombas del siglo XX pareció haber sido desactivada.
Entonces sucedió algo inesperado y revelador. A partir de la década de 1990, lejos de la vista de la mayoría de nosotros, un pequeño grupo de científicos, psicoterapeutas y los llamados psiconautas, creyendo que algo precioso se había perdido tanto en la ciencia como en la cultura, resolvieron recuperarlo.
Después de varias décadas de supresión y negación, los psicodélicos están experimentando un renacimiento.
Hoy, después de varias décadas de supresión y negación, los psicodélicos están experimentando un renacimiento. Una nueva generación de científicos, muchos de ellos inspirados en su propia experiencia personal con los compuestos, están probando su potencial para curar enfermedades mentales como la depresión, la ansiedad, los traumas y las adicciones. Otros científicos están utilizando psicodélicos junto con nuevas tecnologías de imágenes cerebrales para explorar los vínculos entre el cerebro y la mente, con la esperanza de desentrañar algunos de los misterios de la conciencia.
Una buena forma de entender un sistema complejo es perturbarlo y luego mirar lo que ha pasado. Al romper átomos, un acelerador de partículas los obliga a liberar sus secretos. Al administrar psicodélicos en dosis cuidadosamente calibradas, los neurocientíficos pueden perturbar profundamente la conciencia de vigilia normal de los voluntarios, disolviendo las estructuras del yo y ocasionando lo que se puede describir como una experiencia mística. Mientras esto sucede, las tecnologías de imágenes pueden observar los cambios en la actividad del cerebro y los patrones de conexión. Estos trabajos ya arrojan ideas sorprendentes sobre los "correlatos neuronales" del sentido del yo y de la experiencia espiritual. El viejo tópico de los años sesenta de que los psicodélicos ofrecían la clave para comprender –y "expandir"– la conciencia ya no parece tan descabellada.
Cómo cambiar tu mente es la historia de este renacimiento. Aunque no comenzó de esa manera, es una historia tan personal como pública. Quizás esto era inevitable. Todo lo que estaba aprendiendo en tercera persona acerca de la historia de la investigación psicodélica me hizo querer explorar en primera persona este novedoso paisaje de la mente para comprobar cómo se sienten los cambios en la conciencia que estas moléculas causan y conocer, si fuera el caso, qué tenían que enseñarme sobre mi mente y qué podrían aportar a mi vida.
No fue hasta que la perspectiva de cumplir los sesenta años se hizo evidente que consideré seriamente probar el LSD por primera vez.
Para mí, esto fue un giro inesperado de los acontecimientos. No viví la historia de los psicodélicos que he resumido aquí. Nací en 1955, a la mitad de la década en que los psicodélicos irrumpieron por primera vez en la escena estadounidense, pero no fue hasta que la perspectiva de cumplir los sesenta años se hizo evidente que consideré seriamente probar el LSD por primera vez. Viniendo de un baby boomer, eso puede sonar improbable, un abandono del deber generacional. Pero yo solo tenía doce años en 1967, demasiado joven para no haber sido más que remotamente consciente del verano del amor o de los Tests Acids en San Francisco. A los catorce años, la única forma en que hubiera podido llegar a Woodstock hubiera sido que mis padres me llevaran. Gran parte de la década de 1960 la experimenté a través de las páginas de la revista Time. Para cuando la idea de probar o no probar el LSD penetró en mi consciencia, ya había completado su veloz arco mediático desde la droga psiquiátrica maravillosa hasta el sacramento de la contracultura y el destructor de mentes jóvenes.
Debía asistir a la escuela secundaria cuando un científico me informó (erróneamente, como luego supe) que el LSD destruye tus cromosomas; todos los medios de comunicación, así como mi maestra de educación de salud, se aseguraron de que nos enterábamos. Un par de años más tarde, el personaje televisivo Art Linkletter comenzó a hacer campaña contra el LSD, al que culpó por el hecho de que su hija saltara por la ventana de un apartamento y se suicidara. El LSD también tuvo algo que ver supuestamente con los asesinatos de Manson. A principios de la década de 1970, cuando fui a la Universidad, todo lo que oías sobre el LSD parecía calculado para aterrorizar. Funcionó en mí: soy menos un niño de la década psicodélica de 1960 que del pánico moral que provocaron los psicodélicos.
También tenía mi propia razón personal para alejarme de la psicodelia: una adolescencia dolorosamente ansiosa que me dejó dubitativo (y al menos a un psiquiatra) sobre mi capacidad para mantener la cordura. Cuando llegué a la universidad me sentía más fuerte, pero la idea de lanzar los dados mentales con una droga psicodélica todavía me parecía mala.
Años después, cuando ya tenía veintitantos años y me sentía más tranquilo, probé hongos mágicos dos o tres veces. Un amigo me había dado un tarro lleno de Psilocybes secos y retorcidos y en un par de memorables ocasiones mi compañera (ahora esposa), Judith y yo nos tragamos dos o tres de ellos, que nos provocaron una breve oleada de náuseas, y luego navegamos durante cuatro o cinco horas interesantes en lo que sentimos como una maravillosa realidad familiar en cursiva.
Me invadió una poderosa compulsión por estar al aire libre, desnudo y tan lejos de cualquier cosa hecha de metal o plástico como fuera posible.
Los aficionados psicodélicos probablemente categorizarían lo que teníamos como una "experiencia estética de baja dosis", más que un viaje completamente desintegrador del ego. Ciertamente no abandonamos el universo conocido, ni tuvimos lo que alguien pudiera llamar una experiencia mística. Pero fue realmente interesante. Lo que particularmente recuerdo fue la viveza preternatural de los verdes en el bosque, y en particular la aterciopelada suavidad de los helechos. Me invadió una poderosa compulsión por estar al aire libre, desnudo y tan lejos de cualquier cosa hecha de metal o plástico como fuera posible. Como estábamos solos en el campo, todo era factible. No recuerdo mucho acerca del siguiente viaje un sábado en el Riverside Park de Manhattan, excepto que era mucho menos agradable y despreocupado, con demasiado tiempo dedicado a preguntarme si otras personas podrían decir que estábamos drogados.
No lo sabía en aquel momento, pero la diferencia entre las dos experiencias con la misma droga demostraron algo importante, y especial, sobre los psicodélicos: la influencia crítica del "escenario" y la "puesta en escena". El escenario es la expectativa que uno aporta a la experiencia, y la puesta en escena es el ambiente en el que tiene lugar. En comparación con otras drogas, los psicodélicos rara vez afectan a las personas de la misma manera dos veces, porque tienden a magnificar lo que ocurre dentro y fuera de la cabeza.
Después de esos dos breves viajes, la jarra de hongos vivió en la parte posterior de nuestra despensa durante años, intacta. La idea de entregar todo un día a una experiencia psicodélica había llegado a parecer inconcebible. Estábamos trabajando muchas horas en nuevas carreras, y esas vastas franjas de tiempo no asignado que brinda la universidad (o el desempleo) se habían convertido en un recuerdo. Ahora estaba disponible otro tipo muy diferente de droga, una que era considerablemente más fácil de incluir en la trama de una carrera de Manhattan: la cocaína. El polvo blanco como la nieve hizo que los champiñones marrones arrugados parecieran desaliñados, impredecibles y demasiado exigentes. Limpiando los armarios de la cocina un fin de semana, tropezamos con el tarro olvidado y lo tiramos a la basura, junto con las especias estropeadas y los paquetes de comida caducados.
Avanzamos tres décadas, y realmente desearía no haberlo hecho. Daría mucho por tener un tarro completo de hongos mágicos ahora. Empecé a preguntarme si quizás estas extraordinarias moléculas se desperdiciarían en los jóvenes y tendrían más que ofrecer años más tarde, una vez que se ha establecido el cemento de nuestros hábitos mentales y nuestras conductas cotidianas. Carl Jung escribió una vez que no son los jóvenes, sino las personas de mediana edad quienes necesitan tener una "experiencia de lo numinoso" para ayudarlos a lidiar con la segunda mitad de sus vidas.
Por el tiempo en que llegaba sano y salvo a mis cincuenta años, la vida parecía correr a lo largo de algunos surcos profundos pero cómodos: un matrimonio largo y feliz, junto con una carrera igualmente larga y gratificante. A medida que lo hacíamos, desarrollé un conjunto de algoritmos mentales bastante confiables para superar cualquier cosa que la vida me arrojara, ya fuera en casa o en el trabajo. ¿Qué faltaba en mi vida? Nada en lo que pudiera pensar, hasta que las noticias de las nuevas investigaciones sobre psicodélicos comenzaran a encontrar su camino hacia mí, haciéndome que me preguntará si quizás había fallado en reconocer el potencial de estas moléculas como herramientas tanto para entender la mente como para, potencialmente, cambiarla.
He aquí los tres datos que me convencieron de que este era el caso. En la primavera de 2010, apareció en el New York Times una historia de primera plana titulada "Los alucinógenos tienen nuevamente a los doctores en la onda". Informaba de que los investigadores habían estado administrando grandes dosis de psilocibina –el compuesto activo en los hongos mágicos– a pacientes con cáncer terminal como una forma de ayudarlos a lidiar con su "angustia existencial" al acercarse la muerte.
En el transcurso de un único "viaje" psicodélico guiado, repensaron cómo veían su cáncer y la posibilidad de morir. Varios de ellos dijeron que habían perdido el miedo a la muerte por completo.
Estos experimentos, que se llevaban a cabo simultáneamente en Johns Hopkins, UCLA y la Universidad de Nueva York, parecían no solo improbables sino también locos. Ante un diagnóstico terminal, lo último que quisiera hacer es tomar una droga psicodélica, es decir, ceder el control de mi mente y luego, en ese estado psicológicamente vulnerable, mirar directamente al abismo. Pero muchos de los voluntarios informaron de que en el transcurso de un único "viaje" psicodélico guiado, repensaron cómo veían su cáncer y la posibilidad de morir. Varios de ellos dijeron que habían perdido el miedo a la muerte por completo. Las razones ofrecidas para esta transformación fueron intrigantes, pero también algo elusivas. "Los individuos trascienden su identificación primaria con sus cuerpos y experimentan estados sin ego", dijo uno de los investigadores. "Regresan con una nueva perspectiva y una profunda aceptación".
Archivé esa historia, hasta uno o dos años más tarde, cuando Judith y yo nos encontramos en una cena en una gran casa en Berkeley Hills, sentados en una larga mesa con una docena de personas, cuando una mujer en el otro extremo comenzó a hablar sobre sus viajes ácidos. Parecía tener más o menos mi edad y, según supe, era una psicóloga prominente. Estaba absorto en una conversación diferente en ese momento, pero tan pronto como los fonemas del LSD llegaron a mi extremo de la mesa, no pude evitar taparme la oreja (literalmente) e intentar sintonizarla.
La psicóloga sintió específicamente que el LSD le permitió comprender cómo los niños pequeños perciben el mundo.
Al principio asumí que estaba recordando una anécdota bien pulida de sus días en la universidad. No era el caso. Pronto se hizo evidente que el viaje ácido en cuestión había tenido lugar solo días o semanas antes, y que de hecho fue uno de los primeros. Mis cejas se arquearon aún más. Ella y su esposo, un informático retirado, habían encontrado que el uso ocasional de LSD les resultaba estimulante intelectualmente y de valor para su trabajo. La psicóloga sintió específicamente que el LSD le permitió comprender cómo los niños pequeños perciben el mundo. Las percepciones de los niños no están mediadas por las expectativas y las convenciones en la manera en que lo están en los adultos; como adultos, explicó, nuestras mentes no solo toman el mundo como es sino que hacen suposiciones. Confiar en estas conjeturas, que se basan en las experiencias pasadas, ahorra a la mente tiempo y energía, como cuando, por ejemplo, intenta averiguar qué puede ser el patrón fractal de puntos verdes que aparece en su campo visual (las hojas de un árbol, probablemente). El LSD parece desactivar esos modos de percepción convencionales y limitados y, al hacerlo, restaura una inmediatez infantil y una sensación de asombro a nuestra experiencia de la realidad, como si estuviéramos viendo todo por la primera vez. (¡Hojas!).
Pregunté si tenía algún plan para escribir sobre estas ideas, lo que cautivó a todos en la mesa. Ella se echó a reír y me miró como si dijera: ¿Puedes ser tan ingenuo? El LSD es una sustancia clasificada 1, lo que significa que el gobierno lo considera como una droga de abuso sin uso médico aceptado. Seguramente sería temerario que alguien en su posición sugiriera, por escrito, que los psicodélicos podrían tener algo que aportar a la filosofía o la psicología, que en realidad podrían ser una herramienta valiosa para explorar los misterios de la conciencia humana. Las investigaciones serias sobre psicodélicos habían sido más o menos depuradas de la universidad hace cincuenta años, poco después de que el Harvard Psilocybin Project de Timothy Leary se estrellara y se quemara en 1963. Parecía que ni siquiera Berkeley estuviera preparada para algo así, al menos por ahora.
Tercer dato: la conversación de la sobremesa refrescó el vago recuerdo de que unos años antes alguien me había enviado por correo electrónico un documento científico sobre la investigación de la psilocibina. Ocupado con otras cosas, ni siquiera lo había abierto, pero una búsqueda rápida del término "psilocibina" sacó el estudio de la pila virtual de correo electrónico descartado en mi computadora. Me lo había enviado uno de sus coautores, un hombre que no conocía con el nombre de Bob Jesse; tal vez había leído algo que había escrito sobre plantas psicoactivas y pensó que podría interesarme. El artículo, que fue escrito por el mismo equipo en Hopkins que estaba dando psilocibina a pacientes con cáncer, acababa de ser publicado en la revista Psychopharmacology. Para un artículo científico revisado por pares, tenía un título inusual: "La psilocibina puede ocasionar experiencias de tipo místico que tienen un significado personal sustancial y sostenido y significado espiritual".
No importa la palabra "psilocibina"; fueron las palabras "místico" y "espiritual" y "significado" las que salían en las páginas de una revista de farmacología.
No importa la palabra "psilocibina"; fueron las palabras "místico" y "espiritual" y "significado" las que salían en las páginas de una revista de farmacología. El título insinuaba una intrigante frontera de investigación que parecía abarcar dos mundos que nos hemos acostumbrado a pensar que son irreconciliables: la ciencia y la espiritualidad. Caí fascinado sobre el estudio de la Hopkins. Treinta voluntarios que nunca antes habían usado psicodélicos habían recibido una pastilla que contenía una versión sintética de psilocibina o un "placebo activo" –metilfenidato (Ritalin)– para hacerles creer que habían recibido el psicodélico. Luego se tumbaron en un sofá con antifaces y escucharon música a través de auriculares, atendidos durante todo el tiempo por dos terapeutas. (Los antifaces y los auriculares fomentan un viaje más centrado en el interior.) Después de unos treinta minutos, comenzaron a suceder cosas extraordinarias en las mentes de las personas que habían recibido la píldora de psilocibina.
El estudio demostró que una alta dosis de psilocibina podría utilizarse para "ocasionar" de forma segura y confiable una experiencia mística, típicamente descrita como la disolución del ego, seguida de una sensación de fusión con la naturaleza o el universo. Esto podría no ser una noticia para las personas que toman drogas psicodélicas o para los investigadores que las estudiaron por primera vez en los años 1950 y 1960. Pero no fue del todo obvio para la ciencia moderna, o para mí, en 2006, cuando se publicó el documento.
Lo más notable de los resultados del artículo es que los participantes clasificaron su experiencia con la psilocibina como una de las más significativas de sus vidas.
Lo más notable de los resultados del artículo es que los participantes clasificaron su experiencia con la psilocibina como una de las más significativas de sus vidas, comparable "al nacimiento de un primer hijo o la muerte de un padre". Dos tercios de los participantes calificaron la sesión entre las cinco principales "experiencias espiritualmente más significativas" de sus vidas; un tercio lo clasificó como la experiencia más significativa en sus vidas. Catorce meses después, estas clasificaciones habían disminuido solo ligeramente. Los voluntarios informaron mejoras significativas en su "bienestar personal, satisfacción con la vida y cambio de comportamiento positivo", cambios que fueron confirmados por sus familiares y amigos.
Aunque nadie lo sabía en ese momento, comenzaba el renacimiento de la investigación psicodélica en serio con la publicación de ese documento. Condujo directamente a una serie de ensayos, en Hopkins y en otras universidades, utilizando psilocibina para tratar una variedad de indicaciones, incluida ansiedad y depresión en pacientes con cáncer, adicción a nicotina y alcohol, trastorno obsesivo compulsivo, depresión y trastornos de la alimentación. Lo llamativo de toda esta línea de investigación clínica es la premisa de que no es el efecto farmacológico de la droga en sí, sino el tipo de experiencia mental que ocasiona –que implica la disolución temporal del ego– podría ser la clave para cambiar la mente de una persona.
Como alguien que no está seguro de haber experimentado una sola experiencia "espiritualmente significativa", y mucho menos las suficientes para establecer un ranking, el artículo de 2006 despertó mi curiosidad y también mi escepticismo. Muchos de los voluntarios describieron que habían tenido acceso a una realidad alternativa, un "más allá" donde las leyes físicas usuales no se aplican y diversas manifestaciones de conciencia cósmica o divinidad se presentan como inequívocamente reales.
Todo esto me resultó un tanto difícil de asumir (¿no podría tratarse de una alucinación inducida por drogas?) y, al mismo tiempo, intrigante; parte de mí quería que fuera cierto, independientemente de lo que fuera exactamente "eso". Esto me sorprendió, porque nunca me había considerado una persona particularmente espiritual, y mucho menos mística. Esto es, en parte, una consecuencia de la cosmovisión, supongo, y en parte del rechazo: nunca he dedicado mucho tiempo a explorar los caminos espirituales y no he tenido una educación religiosa. Mi perspectiva por defecto es la del filósodofo materialista, que cree que la materia es la sustancia fundamental del mundo y que las leyes físicas deberían ser capaces de explicar todo lo que sucede. Parto de la suposición de que la naturaleza es todo lo que hay y me siento atraído hacia las explicaciones científicas de los fenómenos. Dicho esto, también soy sensible a las limitaciones de la perspectiva científico-materialista y creo que la naturaleza (incluida la mente humana) aún alberga profundos misterios con los que la ciencia se muestra arrogante e injustificadamente desdeñosa.
Soy sensible a las limitaciones de la perspectiva científico-materialista y creo que la naturaleza (incluida la mente humana) aún alberga profundos misterios con los que la ciencia se muestra arrogante e injustificadamente desdeñosa.
¿Era posible que una sola experiencia psicodélica -nada más que la ingestión de una píldora o un cuadrado de papel secante- pudiera hacer mella en semejante visión del mundo? ¿Podría cambiar lo que uno piensa sobre la mortalidad? ¿Podría cambiar la mente de una manera duradera?
La idea se apoderó de mí. Era un poco como que te mostraran una puerta a una habitación familiar –la habitación de tu propia mente–, que de alguna manera nunca antes habías visto, y que gente en la que confiabas (¡científicos!) te dijera que otra manera totalmente diferente de pensar –¡de ser!– estaba esperando al otro lado. Todo lo que tenía que hacer era girar la maneta y entrar. ¿Quién no sería curioso? Puede que no estuviera buscando cambiar mi vida, pero la idea de aprender algo nuevo sobre ella y de dar una nueva luz a este viejo mundo, comenzó a ocupar mis pensamientos. Tal vez había algo que faltaba en mi vida, algo que simplemente no había nombrado.
Ya sabía algo sobre esas puertas, ya que había escrito sobre plantas psicoactivas al principio de mi carrera. En The Botany of Desire, exploré con cierto detalle el deseo humano universal de cambiar la conciencia. No hay una cultura en la tierra –bueno, una: los inuit parecen ser la excepción que demuestra la regla, pero solo porque no crecen psicoactivos donde viven (al menos, todavía no)– que no haga uso de ciertas plantas para cambiar el contenido de la mente, ya sea como una cuestión de sanación, hábito o práctica espiritual. Que existiera un deseo tan curioso y aparentemente poco adaptativo, junto con nuestros deseos de nutrición, belleza y sexo –todos los cuales tienen un sentido evolutivo mucho más obvio– clamaba por una explicación. La más sencilla era que estas sustancias ayudan a aliviar el dolor y el aburrimiento. Sin embargo, los sentimientos poderosos, tabúes y rituales elaborados que rodean a muchas de estas especies psicoactivas sugieren que debe haber algo más en ellas.
Nuestra especie, aprendí, ha utilizado ampliamente las plantas y los hongos como herramienta para alterar radicalmente la conciencia. Para sanar la mente, para facilitar los ritos de paso, y para servir como un medio para comunicarse con reinos sobrenaturales o mundos espirituales.
Nuestra especie, aprendí, ha utilizado ampliamente las plantas y los hongos como herramienta para alterar radicalmente la conciencia. Para sanar la mente, para facilitar los ritos de paso, y para servir como un medio para comunicarse con reinos sobrenaturales o mundos espirituales. Estos usos eran antiguos y venerables en una gran cantidad de culturas, pero me aventuré a otra aplicación: enriquecer la imaginación colectiva -la cultura- con las nuevas ideas y visiones que unas pocas personas selectas traen de donde sea que vayan.
Ahora que había desarrollado un aprecio intelectual por el valor potencial de estas sustancias psicoactivas, podrías pensar que habría estado más ansioso por probarlas. No estoy seguro de lo que estaba esperando: coraje, tal vez, o la oportunidad correcta, que una vida ocupada, que vivía principalmente en el lado correcto de la ley, nunca parecía permitirse. Pero cuando comencé a sopesar los beneficios potenciales que estaba escuchando en contra de los riesgos, me sorprendí al descubrir que los psicodélicos son mucho más aterradores para las personas que peligrosos. Muchos de los peligros más notorios son exagerados o míticos. Es prácticamente imposible morir por una sobredosis de LSD o psilocibina, por ejemplo, y ninguno de estas sustancias es adictiva. Después de probarlos una vez, los animales no buscarán una segunda dosis, y el uso repetido por parte de las personas roba a las drogas su efecto. Es cierto que las experiencias aterradoras que algunas personas tienen con los psicodélicos representan un riesgo de sufirir psicosis, por lo que nadie con antecedentes familiares o predisposición a las enfermedades mentales debería tomarlas. Pero las admisiones en salas de emergencias que involucran sustancias psicodélicas son extremadamente raras, y muchos de los casos que los médicos diagnostican como brotes psicóticos resultan ser meros ataques de pánico de corta duración.
También es cierto que las personas bajo el efecto de los psicodélicos son propensas a hacer cosas difíciles y peligrosas: salir al tráfico, caer de lugares altos y, en raras ocasiones, matarse. Los "malos viajes" son muy reales y pueden ser una de "las experiencias más desafiantes de una vida", de acuerdo con una gran encuesta de usuarios psicodélicos sobre sus experiencias. Pero es importante distinguir qué puede suceder cuando estas drogas se usan en situaciones no controladas, sin prestar atención a la "puesta en escena" y al "escenario", de lo que sucede bajo condiciones clínicas, después de una exploración cuidadosa y bajo supervisión. Desde el resurgimiento de la investigación psicodélica a partir de la década de 1990, casi un millar de voluntarios han recibido una dosis, y no se ha informado de un solo evento adverso grave.
Fue en este punto que la idea de "sacudir la bola de nieve", como un neurocientífico describió la experiencia psicodélica, llegó a parecerme más atractiva que atemorizante, aunque todavía no era así.
Después de más de medio siglo de su más o menos constante compañía, el yo –esta voz omnipresente en mi cabeza, este incesante comentar, interpretar, etiquetar, defender– se vuelve quizá demasiado familiar. No estoy hablando aquí de algo tan profundo como el autoconocimiento. No, solo acerca de cómo, con el tiempo, tendemos a optimizar y convencionalizar nuestras respuestas a lo que la vida nos depara. Cada uno de nosotros desarrolla formas taquigráficas de ranurar y procesar experiencias cotidianas y resolver problemas, y aunque esto sin duda es adaptativo, nos ayuda a hacer el trabajo con un mínimo de alboroto, con el tiempo se convierte en rutina. Nos embota. Los músculos de la atención se atrofian.
Los hábitos son herramientas innegablemente útiles, que nos liberan de la necesidad de ejecutar una operación mental compleja cada vez que nos enfrentamos a una nueva tarea o situación. Sin embargo, también nos liberan de la necesidad de permanecer despiertos ante el mundo: asistir, sentir, pensar y luego actuar de forma deliberada. (Es decir, desde la libertad, más que desde la compulsión). Si necesitas que te recordemos cuán completamente el hábito mental nos ciega a la experiencia, simplemente realice un viaje a un país desconocido. ¡De repente te despiertas! Y los algoritmos de la vida cotidiana casi vuelven a empezar, como desde cero. Esta es la razón por la cual la metáfora del viaje para la experiencia psicodélica es tan acertada.
Las eficiencias de la mente adulta, por útiles que sean, nos ciegan ante el momento presente. Estamos constantemente avanzando hacia lo siguiente. Nos acercamos a la experiencia como lo hace un programa de inteligencia artificial (IA), con nuestros cerebros traduciendo continuamente los datos del presente a los términos del pasado, retrocediendo en el tiempo hacia la experiencia relevante, y luego usándola para hacer la mejor previsión y navegar el futuro.
Una de las cosas que consiguen el viajar, el arte, la naturaleza, el trabajo y ciertas drogas es que estas experiencias, en el mejor de los casos, bloquean los recorridos mentales hacia adelante y hacia atrás, sumergiéndonos en el flujo de un presente que es literalmente maravilloso; la maravilla es precisamente el subproducto de la primera impresión sin prejuicios, o percepción virginal, a la cual el cerebro adulto se ha cerrado. (¡Es tan ineficiente!) Lamentablemente, la mayoría de las veces que considero un futuro cercano, mi termostato psíquico se prepara para un ritmo lento de anticipación y, con demasiada frecuencia, de preocupación. Lo bueno es que rara vez me sorprende. Lo malo es que rara vez me sorprende.
La premisa de la investigación psicodélica es que este grupo especial de moléculas nos puede dar acceso a otros modos de conciencia que podrían ofrecernos beneficios específicos, ya sean terapéuticos, espirituales o creativos.
Lo que estoy luchando por describir aquí es lo que considero mi modo de conciencia predeterminado. Funciona lo suficientemente bien, sin duda hace el trabajo, pero ¿qué pasa si no es la única, o necesariamente la mejor manera, de ir por la vida? La premisa de la investigación psicodélica es que este grupo especial de moléculas nos puede dar acceso a otros modos de conciencia que podrían ofrecernos beneficios específicos, ya sean terapéuticos, espirituales o creativos. Los psicodélicos ciertamente no son la única puerta a estas otras formas de conciencia, y exploro algunas alternativas no farmacológicas en estas páginas, pero parecen ser uno de los más accesibles.
La idea de expandir nuestro repertorio de estados conscientes no es completamente nueva: el hinduismo y el budismo están inmersos en ella, y existen precedentes intrigantes incluso en la ciencia occidental. Willy James, pionera psicóloga estadounidense y autora de The Varieties of Religious Experience, se aventuró en estos reinos hace más de un siglo. Regresó con la convicción de que nuestra conciencia diaria de vigilia "no es más que un tipo especial de conciencia, mientras que a su alrededor yacen formas potenciales de conciencia completamente diferentes".