Vivir en invierno

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Vuelve la luz. Es tiempo de agua, de generosidad, silencio y aromas cítricos.

En los primeros días de diciembre, cuando se anuncia el invierno, la luz mediterránea se estanca. Aparentemente parece no moverse. Los días cortos y las noches largas se hacen interminables. El recuerdo de la luminosidad veraniega desaparece, como si siempre hubiera sido invierno y éste no fuera a tener fin.

Es el efecto que produce la aproximación al solsticio invernal, equiparable a la aproximación al solsticio de estío. El movimiento del sol no es uniforme. Cuando se acerca a los equinoccios es más rápido que cuando su movimiento recorre los solsticios. Lo cual, en el solsticio de invierno, unido al enfriamiento de las aguas y de la atmósfera produce el efecto estanco.

Los cambios en el cielo se suceden. El cielo es una tenue cinta que serpentea, flotando. Las noches largas y quietas de enero invitan a la contemplación de las estrellas que se encuadran claras en las alturas con una intensa sensación de precisión fría.

El retorno de la luz. En el inicio del invierno, en el Mediterráneo celebramos el retorno de la luz. El Adviento se traduce en latín como llegada. La palabra Adviento procede de la griega epiphaneia, que significa la aparición o la visita de un mensajero que puede ser un rey o un emperador, o la llegada a un templo de una deidad, en este caso del dios del sol.

En algunos hogares se coloca una corona de ramas de pino con cuatro velas, una por cada domingo de adviento. La Corona de Adviento tiene su origen en una tradición que consistía en prender velas durante el invierno para invocar el regreso del dios sol a través de la luz y el calor del fuego. La cristianización del Adviento asigna a cada una de las cuatro velas una virtud: amor, paz, tolerancia y fe.

La llegada de la luz no sólo reviste un significado natural o religioso, sino comercial. Las calles de las ciudades se iluminan con bombillas de colores. Los árboles y los edificios se transforman en esculturas lumínicas, que nos alegran en tiempo de oscuridad, recordándonos que también es tiempo de regalos y ofrendas.

A finales de enero o principios de febrero cuando el sol se alza en el firmamento formando una elipse limpia llega una de las manifestaciones más bellas de la naturaleza mediterránea que indica con su optimismo que la luz ha llegado para quedarse: el florecimiento de los almendros. Las flores tiñen los campos de blanco, rosa tenue hasta casi carmín. La flor del almendro no tiene igual en su vaporosidad aérea, delicada y ligera. Es un espectáculo digno de verse, y que dura poco. Es una transfiguración de la luz de la vida.

Más tarde, en tiempo de Cuaresma, florecen las mimosas, descansadas, dulces y amarillas, que nos recuerdan no sólo que la luz está llegando, sino que el agua se ha estado moviendo silenciosamente, alimentando los árboles, y llevando su movimiento hasta lo más profundo del ser del planeta.

El tiempo de agua. El orden natural de las cosas es su fugacidad, su incesante transformación. Lo que más cambia en la naturaleza, después de la luz, es el agua.

Según la tradición taoísta china, cuando la luz inicia su crecimiento, el metal vibra, almacenando energía por resonancia, nutriendo sus raíces magnéticas y lumínicas, en un ensimismamiento que las multiplica. Arriba el tiempo del agua.

Aunque sea en otoño cuando se hace visible cayendo en forma de lluvia, es en invierno cuando el agua predomina y adopta todas las formas posibles: las de las brumas matinales o las nieblas que cubren mar o montaña; las del vapor que forman nubes; las que cuajan cayendo en forma de nieve o aposentándose en la tierra en forma de rocío; las de las aguas invisibles y profundas que se mueven silenciosas a través de la tierra e inician el proceso de alimentación de las plantas. Su crecida es tan lenta como el movimiento del sol, pero no tiene retroceso.

El tiempo de agua posee dos características: la sutil y la vigorosa. En la primera el agua se mueve a favor de la gravedad, fluyendo hacia el mar o hacia las aguas subterráneas que surcan la tierra. Posee facilidad,  habilidad,  destreza y pericia para expandirse tomando la forma del contenedor que la guarda. Toma forma sólida en el granizo o la nieve, líquida en los ríos, o gaseosa en la niebla o las nubes. Goza de claridad, pero se enturbia al contacto con muchos materiales. Si está en movimiento se adapta a un cauce. Nutre a los seres humanos, a los campos y a los animales. 

En su forma vigorosa, el agua es poderosa y tenaz; puede arrasar lo que está a su alrededor; penetrar con diligencia la piedra o el metal más duro cuando cae sobre ellos con periodicidad y persistencia. Purifica aquello que encuentra a su paso. Potencia la fuerza y es, después de la luz, la base de la vida. Su voluntad no tiene igual y su esencia es generosa.

Lo mejor surge cuando se mueve entre las dos características, cuando se armoniza entre la claridad y la densidad turbia, entre la fluidez y el estancamiento, entre la superficie y la hondura, entre la nutrición y la purificación, llevando esas cualidades sin contradicción, pasando de la una a la otra, mostrándose gentilmente poderosa.  

El agua refleja aquello o aquel que se mira en ella. El color que más refleja es el del azul del cielo, por eso hablamos del color azul marino. Y en la tradición china es el azul oscuro el color que corresponde al tiempo de invierno y del agua.

El movimiento espiritual del invierno: la entrega. El tiempo del agua se inicia con festejos y una entrega, la de los regalos que nos hacemos en Navidad o en la fiesta de los Reyes Magos. Comienza con el fluir de la energía, lo cual permite que pueda renovarse y en esta renovación se purifique. 

Imitamos así una de las leyes vitales del universo, la del intercambio dinámico. Con nuestra disposición para dar, dejamos un espacio vacío para que la riqueza del universo siga circulando en nuestras vidas nos obsequie y las llene.

El cuerpo mantiene un intercambio laborioso, aplicado y constante con el universo, también la mente y el espíritu. Vivimos gracias a un proceso de renacimiento que se inicia en nuestra respiración al inspirar, continua con la absorción de agua y con la ingestión de alimentos que transformaremos en energía física, mental y espiritual. Pero también gracias a un proceso de purificación pues espiramos elementos y aire que no nos convienen; orinamos después de que el riñón haya purificado los líquidos y los haya transformado en energía; y evacuamos por el intestino las materias sólidas que forman el detritus y ya no sirven al proceso de transformación.

El intercambio que sucede en el cuerpo es un espejo del continuo fluir en nuestra vida mental o espiritual. Intercambiamos emociones, pensamientos y estados anímicos, que comienzan en el mundo de los sentidos y al elaborarlos dejan detritus que eliminamos a partir de la elección y el criterio. Así circula a través nuestro la vida en su totalidad.

Como regla general, para que algo nos alcance hay que hacerlo circular, sea ese algo la abundancia, el trabajo o el amor. Si deseamos fortuna deberemos ser generosos con aquellos que nos rodean o realizan trabajos para nosotros. Si deseamos trabajar deberemos ponernos a la tarea, invertir tiempo y preparar el campo para que llegue el trabajo. Si deseamos que nos amen deberemos amar, sea dando los buenos días, deseando lo mejor a quienes nos rodean o abrazando a quienes amamos.

En ese acto de entrega es vital la intención: crear felicidad para el que da y el que recibe. Nada nos hace más felices que regalar o dar de corazón. De la misma manera que se prolonga la felicidad cuando agradecemos los dones recibidos, también se prolonga cuando los damos con la intención dirigida, con gozo, amor, alegría y deseos de libertad, armonía, paz y verdad.

Cualquier cosa que tiene valor no hace más que multiplicarse en cuanto se entrega. Cuando aprendemos a entregar lo mismo que buscamos ponemos en danza al universo en esa ceremonia instantánea y continua de purificación y renacimiento que es la vida. Vivir es intercambiar. Hacerlo con amor y buenos deseos multiplica nuestro propio amor y realiza nuestros deseos.

Los sonidos del invierno. El sonido del invierno es el sonido del silencio. Cuando la nieve cubre con un manto blanco la tierra, los sonidos se aletargan, quedan dormidos y finalmente el silencio se hace profundo.

Incluso el mar, aunque continúa su murmullo, invita al silencio. Lo cual no quiere decir que el mar no sea ruidoso, tumultuoso y desapacible. Pero los sonidos del mar están cercados por el silencio. Un velo envolvente de silencio que penetra en nuestro interior cuando paseamos por las playas que ahora se volvieron solitarias. Y de ese silencio proviene el misterio del mar que parece circundar el universo entero, y propicia la reflexión, el recogimiento y la meditación.

Aromas de invierno. Para que haya aroma en invierno la temperatura debe ser mayor que cero grados centígrados. Los aromas del invierno son los de los hogares que habitamos. La del café de buena mañana, la del perfume que deja la persona amada en el baño, la de la comida recién hecha, la de la mañana cuando abrimos la ventana para ventilar. 

Los aromas invernales de la naturaleza son cautos y no penetran. Esperan pacientes la aparición de la primavera para desplegarse con generosidad.

Sabor de invierno. Los gustos predominantes son los del fruto invernal por excelencia: la naranja o su predecesora la mandarina y los de las verduras que imprimen carácter a esta estación: la alcachofa y las distintas coles. Además entre las frutas encontramos el kiwi, el pomelo y el plátano. Entre las verduras: Acelgas, apio, berenjenas, brócoli, calabacines, cardos, col lombarda, coliflores, endibias, escarolas, espinacas, guisantes, habas, judías verdes, pimientos, puerros, rábanos, remolacha y repollo.

Es tiempo de nueces, almendras y avellanas. De productos elaborados con ellas como el turrón, una reminiscencia de las pastas árabes, y los polvorones. Y en Cuaresma, los buñuelos.

Las comidas se convierten en elaborados platos  en los que la carne predomina y los guisados se complican para combatir el frío. Hasta que nos preparamos para la llegada de la primavera. En la tradición judeo-cristiana es una ceremonia de purificación con ayuno y abstinencia de cuarenta días, por eso se llama Cuaresma.

El tacto. El tacto es el de las ropas que nos cubren y el de los objetos que nos rodean. Es quizás, de los cinco sentidos, el que más hiberna. Aunque cualquier momento e deseable expresar amor a otro ser humano, es en invierno cuando apetece acariciar o mostrar cariño tanteando otra piel y fundiéndonos en un abrazo generoso.

Sobre el autor
Gerard Arlandes es filósofo, bailarín y profesor de taichi y educación corporal por la Stillpoint Foundation (Colorado USA.) Ha desarrollado la técnica Chikung Contemporáneo y ha enseñado en Alemania, Holanda, Suiza y Austria. Desde 2011 dirige el Centre Gerard Arlandes junto a Sybille Karsch.

Todos sus artículos en El Correo del Sol 
Blog de Gerard Arlandes: Flores, Fieras y Fronteras
Centro Gerard Arlandes

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