El Dios de los árboles

El Dios de los árboles

30 Diciembre 2012
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Cuentan las leyendas judías que al tercer día Dios creó las plantas. En primer lugar fueron creados los cedros del Líbano, quienes, orgullosos de haber sido los primeros, se elevaron hacia lo alto considerándose superiores al resto de los vegetales.

Entonces dijo Dios:
–Detesto la arrogancia y el orgullo, nadie más que yo debe ser exaltado.

Ya sabéis, al dios de los hebreos nunca le gustó que nadie le hiciera sombra y el mismo día creó el hierro, que habría de servir para derribar los árboles.

Los árboles lloraron amargamente y dijeron a su creador:
–Creímos que seríamos los seres más altos de la tierra y ahora, el hierro, nuestro destructor, ha sido llamado a la existencia.
A lo que Dios contestó:
–Proporcionaréis vosotros mismos el mango del hacha: sin vuestra ayuda, el hierro no será capaz de haceros daño.

Aún los árboles no sospechaban que faltaba muy poco para que fueran llamados a la existencia otros enemigos implacables: los animales y el hombre.

Esta historia, seguramente muy antigua, la resume un proverbio hindú según el cual “el hacha pidió madera al bosque para su mango y el bosque se la dio”. Pero como veremos, en el mundo de las plantas nunca nada es tan simple como parece, especialmente cuando se trata de las relaciones con hombres y los animales…

En el mundo natural, muchas veces la aparente destrucción se convierte en impulso vital y de la pugna sobreviene el equilibrio. Es así como un gran número de vegetales han desarrollado frente a los herbívoros unas formidables defensas, basadas principalmente en las espinas y poderosos venenos que controlan de forma más o menos efectiva a estos animales. Y éstos curiosamente terminan convirtiéndose en sus mejores aliados ya que consumen otros vegetales que carecen de estas defensas y constituirían una competencia a veces implacable como en el caso de la misma haya frente al tejo o el acebo.

Si lo pensamos, el reino de los animales y el de las plantas se complementan de una forma tan perfecta, dinámica y armoniosa que ambos parecen existir en función del otro y han sido capaces de generar equilibrios como el de nuestra atmósfera en la que el excedente de CO2 que exhalamos unos es absorbido por otros y el Oxígeno que desprenden las plantas lo inhalamos los animales.

La vaca alimenta a la hierba con su estiércol y la hierba alimenta la vaca, en otro círculo perfecto y el paisaje está integrado con frecuencia por seres que realizan funciones tan asombrosamente complementarias que parecería que el todo es un organismo, una sociedad o una entidad con conciencia propia en la que las partes están al servicio de un todo. Esta sensación crece en organismos complejos como los bosques y, si comprendemos el paisaje bajo esta perspectiva, comenzamos a sentirnos parte integrante de un mundo en el que todas las partes son igualmente necesarias e importantes y la supervivencia y bienestar de los individuos o especies está íntimamente relacionada y depende de forma más o menos directa de la supervivencia y el bienestar de los otros.

“Como la sangre que une a una familia, todo esta enlazado”, decía el jefe Seattle.

Otro proverbio judío dice así:

“Si compras un buey o un asno serán tus servidores mientras vivan; pero si plantas un olivo, serás su servidor mientras vivas.”

Todo es relativo y depende de la perspectiva con la que se mira. Como los cedros del Líbano, creemos estar en la cúspide de la “creación”. Pero desde otro punto de vista cuando el olivo aprendió a domesticar al hombre encontró un servidor asombrosamente eficaz que multiplicó, plantó y extendió sus hijuelos por regiones, países y continentes; que abona y cava la tierra cuidadosamente y es capaz de transmitir de generación en generación a lo largo de siglos, los olivares y el mejor modo de cuidarlos. Finalmente, de este modo, el olivo ha logrado el utópico sueño de conquistar para su estirpe las más fértiles tierras, de instalarse en montañas concienzudamente talladas para él en forma de cómodas terrazas o en los valles donde el agua llega a sus pies por canales cuando el cielo no trae agua suficiente. Y todo a cambio del exiguo salario de sus frutos. Por si fuera poco, los humanos se reproducen y aprenden con gran facilidad, y se han revelado como uno de los más preciados dones que el Dios de los árboles pudiera haberles otorgado.