La tentación de Eva
Cuando un árbol nace, balbuceando sus primeros pasos sobre la corteza de la Tierra, difícilmente tomamos conciencia de lo que puede llegar a ser y ocupar. Incluso el que lo sembró apenas ve en él una posibilidad entre otras muchas, en la nutrida población del vivero.
Pero mi pequeño creció con rapidez, destacando enseguida sobre todos sus hermanos. Después del injerto, perdió su condición de silvestre, sufrió aún el trasplante definitivo y algunas podas, comenzó a dar los primeros frutos; tomó forma y presencia en la pomarada. Casi sin darme cuenta se hizo grande. Era ya un vigoroso arbolito que me atraía a su sombra y alentaba mis sueños en las apacibles siestas del verano y aún siguió creciendo en el terreno de mi estima.
Cuando le puse su nombre, Eva, nuestra relación se hizo más íntima e intensa. En su compañía me sentía relajado y feliz e incluso en la ausencia parecía estar siempre ahí, al alcance, risueña y despierta. La compenetración llegó a tal punto que ambos conocíamos inequívocamente el estado del otro. Ella cantaba sin voz para arrullarme, yo le hablaba en susurros y cuando sentía como una urgencia esa peculiar punzada de dolor en una de sus hojas, me apresuraba a buscar la oruga que la devoraba. El tiempo venía a menudo a sentarse junto a nosotros, se despojaba de sus sandalias gastadas olvidando el largo camino.
Fue una tarde serena de septiembre, cuando Eva mostró la manzana madura en la que había puesto su alma. La semilla de sí misma. Semioculta en un vaivén de luces, hojas y sobras. La cogí en la palma de mi mano y recostado el tronco en su corteza mordí despacio hasta ser uno con ella. Llegó la noche y en mi duermevela sentí que los árboles se acercaban calmosos, sin necesidad de moverse siquiera. Entretejiendo ramas, raíces y frutos, reposaban las estrellas en la aureola densa de las arboledas.
Yo era árbol por fin, feliz y arraigado. Cuando Eva, descalza, rompió a caminar, mientras se alejaba yo estaba con ella. Comencé a danzar, un rumor de savia sangraba en las ramas. Oscilante ritmo, marea viva; gritaba la luna sin que nadie la oyera y atraía hacia sí mi ser de agua y madera. Nuestro aliento es el cielo, el aroma de las manzanas nuestra palabra.
Al amanecer, Eva, sudorosa, se acercó otra vez, no había podido salir del cercado. Me habló del vértigo, del dolor, la melancolía del árbol que no está arraigado en la Tierra… Regresamos cada uno a su ser.
Unos días más tarde, tratando quizá de explicar aquel suceso, escribí a su sombra la esencia de mi recuerdo:
“Soñaba el manzano correr como un hombre, pensar como hombre, beber como el hombre. Y en su letargo invernal una pesadilla anidó en el corazón de su tronco. Era hombre al fin y había perdido sus raíces en el cielo y en la tierra. Despertó con la radiante felicidad de la nueva hoja y los rosados capullos, sintió los nidos, la eclosión de yemas y huevos, zumbidos y aleteos en sus brazos extendidos. Supo entonces que su danza era única, inigualable, y de sus manos abiertas emprendieron el vuelo los pájaros”.
Ha transcurrido desde entonces una eternidad. Eva envejece conmigo. Su corazón marchito y hueco parece haber perdido la memoria de aquella infancia lejana.
Yo al fin lo he comprendido. Tan sólo el hombre anhela ser lo que no es. Ella siempre supo con certeza cuál es la estación, el lugar único, el hogar del alma. La fuente perenne.
Hay 1 Comentario
Gracias por compartir y por emocionarme. Y gracias por "La magia de los árboles", que me devuelve al camino.
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