¿Lo que dice la ciencia es la verdad?
Programados desde la infancia para memorizar respuestas más que para generar preguntas que no tengan respuestas, aceptamos lo establecido por la ciencia como verdad, sin cuestionarlo siquiera, especialmente si viene avalado por el último trabajo científico. Y sin embargo el método científico, venerado por la sociedad, ni es infalible, ni es el único modo de ver las cosas.
La credibilidad de la ciencia
Cuando la inquietud y la curiosidad lleva a buscar la información entre los resultados de la investigación médica y farmacológica, uno no acaba de salir de un estado de perplejidad y confusión permanente.
En noviembre de 1994 se puede leer en un estudio realizado por un equipo de investigadores de la Universidad de Turín, y publicado en la revista científica British Medical Journal, que el coito heterosexual puede constituir una vía importante de transmisión del virus de la hepatitis C. Sólo seis meses más tarde aparece en The Lancet otro trabajo realizado por investigadores alemanes en el que se concluye que el virus de la hepatitis C no se transmite por vía sexual.
Un estudio publicado en el prestigioso New England Journal of Medicine, y realizado en la Escuela de Medicina de Harvard (Estados Unidos), señala que la terapia sustitutoria de estrógenos en postmenopáusicas aumenta entre un 46 y un 71% el riesgo de cáncer de mama. Poco después, en julio de 1995, un artículo publicado en el Journal of The American Association, y que refleja un estudio del Centro de Cáncer Fred Hutchinson, concluye diciendo que “no encontramos ninguna asociación entre el riesgo del cáncer de mama y una larga duración extendida (veinte años o más) de uso de terapia de reemplazo de estrógenos”. Hoy en día la terapia hormonal sustitutoria en mujeres menopaúsicas se indica en casos puntuales y evitando ir más allá de los cinco años, porque ya se ha hecho evidente su relación con diversas patologías, incluido el cáncer de mama.
Y así podríamos seguir con más ejemplos de la “fiabilidad” de la investigación científica.
Saber mucho de nada
Intentemos poner las cosas en su sitio. La investigación médica y farmacológica es un buen instrumento de ayuda para la medicina, pero no es la verdad absoluta como se pretende hacer creer. Ella misma se contradice a menudo.
El propio método científico está cuestionado. Es irreal hacer un estudio extrayendo conclusiones de la aplicación de una sustancia en un colectivo de personas como si estas fueran todas iguales. Ni tan siquiera la misma enfermedad se manifiesta igual en cada una de ellas. Es más, hoy en día se está hablando ya del experimento con el sujeto único, considerando como influye una sustancia en las variables que presenta una misma persona. Ya no digamos de la costumbre de extrapolar resultados de experimentos en animales (innecesariamente maltratados y sacrificados), o en tejidos u órganos muertos (aunque sean humanos), a la fisiología o el tratamiento de personas vivas.
El problema quizás esté en que la ciencia en medicina ha perdido el criterio de globalidad, la visión de conjunto, y sólo ve el grano de arena en lugar de la inmensidad de la playa. Sólo así se entiende que se considere un éxito un medicamento que mejora un órgano y perjudica otro, o la búsqueda del principio activo en una planta sin considerar la acción sinérgica del conjunto. Como se ha dicho en ocasiones “existe la tendencia de saber más de las partes y menos del todo; y cada vez se sabe más de menos, hasta que lleguemos a saber mucho de nada”.
Posiblemente los saberes ancestrales que vienen de Oriente, o de la propia cuna de nuestra civilización mediterránea, al contemplar más allá de la parte material de las cosas, nos den más información y más resultados que la actual ciencia. Su cosmovisión esta más cerca de los más recientes descubrimientos de la física cuántica que la moderna ciencia analítica.
Sin duda alguna la solución pasa por la tolerancia con todas las ideas y el estudio de todas las formas de conocimiento que existen. Necesitamos de esa nueva visión integradora de ciencia y espíritu de la que nos habla Fritjof Capra en su excelente libro El punto crucial.
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