Una cita a Poniente
Con su magnífica fachada natural la costa portuguesa del Alentejo parece decir ‘pide un deseo’. Y el suyo es el de quedarse tal y como es, intacta y salvaje, ajena al cercano dinamismo urbano lisboeta y al turismo playero en que, el litoral lusitano se vuelca más al sur.
Viviendo en un país donde casi cada centímetro de costa se ha convertido en el centro de un universo económico ligado al beneficio inmediato del turismo de sol y playa a cualquier precio, resulta aún más sorprendente, al encaminarse hacia el sur de la costa portuguesa, descubrir un tramo del litoral ibérico que ha ignorado la presión urbanística para así conservar su esencia al natural.
Los sueños se cumplen en el Alentejo, una región del suroeste portugués cuya costa es tan bella como inalterada. Lo exhibe abiertamente hacia el Atlántico a través de 126 kilómetros recortados por acantilados agrestes. Sobre sus pináculos más inaccesibles las cigüeñas comunes anidan y a la vez se asoman al vértigo de ser su mejor emblema salvaje.
La costa arisca deja sin embargo hueco a sus playas que, escondidas por murallas rocosas surgen como paraísos secretos, cada una inconfundible por su fisonomía confinada entre farallones y porque siempre se encuentra el rincón perfecto para todos los gustos. Aunque solo se busque un paraje a la medida propia para el baño el Alentejo ofrece mucho más, es una experiencia única. No se trata de hallarse ante un litoral salvaje, sino ante la posibilidad de vivenciar plenamente de un turismo sostenible durante la estancia.
Baste un acercamiento original desde el océano entrando a bordo de un galeón de la sal por la Punta de Tróia para dejarse envolver por los delfínes que frecuentan el oleaje que rompe sobre un arenal blanquísimo de decenas de kilómetros y flanqueado por hermosas desembocaduras como la del río Sado, un paraíso natural donde invernan centenares de aves y crecen los arrozales. Los galeones de sal son antiguas barcazas que hasta bien avanzado el siglo XX transportaron la sal de Alcácer do Sal, extraída desde tiempos romanos. Hoy se desplazan restauradas y ligeras con sus velas a merced del viento como homenaje a la tradición de un territorio apegado a la tierra pero que nunca ha perdido de vista el océano.
Porque recorrer apenas unos kilómetros tierra adentro es deleitarse en un universo de suaves lomazos y valles tapizados de alcornoques y viñedos. Como la sierra de Grândola, que comparte denominación con la histórica población donde comenzara la revolución del 25 de Abril. Allá donde el mar de encinas y alcornoques dejan hueco los viñedos dan unos caldos que se benefician no solo de la riqueza de minerales del terreno, sino de la brisa atlántica. Exclusivas características que aportan frescura a unas uvas cultivadas con mimo en fincas familiares como A Serenada donde cada botella está llena de historia y de una abierta invitación a practicar el enoturismo desde su cálido alojamiento rural.
No menos llamativos son los alcornoques varias veces centenarios que rodean los apartamentos rurales de Monte do Giestal donde, además se puede disfrutar del privilegio de un baño terapéutico en su spa contemplando tan magníficos señores del bosque mediterráneo. Admirarse ante algunos de los árboles catalogados en el patrimonio de árboles singulares portugués resulta muy apetecible desde el hotel rural Cerro da Borrega, cuya arquitectura homenajea la técnica del tapial traída por los árabes y asímismo la esencia del buen vivir en armonía con el entorno.
Las presencias evocan ausencias, las de todos aquellos que han poblado desde hace milenios estos paisajes. Desde tiempos prehistóricos como demuestra el dolmen de Lousal a los esplendores romanos de la ciudad de Miróbriga, asociada al comercio y la pesca de la costa atlántica desde el siglo IX a.C.
Pero es sin duda la naturaleza la gran cita de los paisajes alentejanos, baste para ello echar pie a tierra y seguir, a lo largo de 350 kilómetros, los caminos rurales y costeros de la Ruta Vicentina. Así, a la vez que se disfruta de su diversidad natural y de paisajes de impresión al borde de los acantilados se camina sobre la historia de este territorio fronterizo y se favorece un turismo sustentado por una amplia red de empresas, instituciones y población local que apuestan por actividades turísticas sostenibles basadas en la cultura rural viva y en los valores ambientales sorprendentemente preservados de su entorno.
Salpicado de restos arqueológicos y de localidades que, como Sines y Milfontes, con la incorporación de este nuevo territorio a la corona portuguesa hace 800 años, se convirtieron en principales referencias urbanas de la costa para el comercio, la pesca y como defensa ante las incursiones piratas. Mientras que ríos como el Mira se hicieron canales de comunicación tierra adentro favoreciendo el comercio ydando preponderancia a pueblos como Odemira.
Los pasos cerca del mar siguiendo las etapas de la Ruta Vicentina llevan por el tramo conocido como Sendero de los Pescadores. Desembocan a su fin en pequeños núcleos tradicionales como Zambujeira do Mar o Porto Covo. A su abrigo costero las barcas de pesca se refugian cada jornada de las embestidas oceánicas y se vive con otro ritmo, el que marca el sol. Sus atardeceres desde promontorios como el cabo Sardao son más emocionantes cada día que se permanece en el Alentejo y marcan una cita maravillosa al final de cada jornada con el litoral más salvaje europeo.
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