La sabiduría de los abuelos

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Los mayores son una valiosa fuente de experiencia, pragmatismo y serenidad, además de memoria viva sobre los asuntos humanos que nos preocupan.

Casi todo el mundo guarda en su corazón un abuelo o abuela que fue fundamental para su formación emocional. Liberados de la disciplina que tienen que aplicar los padres a los hijos, nuestros mayores son maestros de vida que, con sus consejos, nos ayudan a ser lo que somos. Nos regalan su sentido común, la perspectiva que han ganado con los años y el arte de reírnos de las pequeñas calamidades que nos acechan en el día a día. También son excelentes narradores de historias que despiertan nuestra imaginación.

Han visto tanto, en su existencia y en su entorno, que encuentran fácil lo que los nietos ven difícil

Desde un punto de vista antropológico, los abuelos desempeñan el papel del anciano gurú en las antiguas tribus: aquella mujer u hombre sabio al cual todos pedían consejo cuando se encontraban ante cualquier dificultad. En la sociedad que describe Homero en La Odisea y La Ilíada, antes de entrar en guerra, los hombres del poblado iban a consultar siempre al de mayor edad, porque había visto más situaciones que nadie y podía dar una visión sensata y no contaminada por la pasión.

En la infancia, los abuelos son puntales en el crecimiento, porque enseñan los secretos de una vida que ha madurado lentamente. Sobre eso, Gabriel García Márquez dice de su abuelo, con quien vivió hasta los ocho años en un pueblo que después transformaría –a través de la literatura– en Macondo: “Ha sido la figura más importante de mi vida. Desde entonces no me ha pasado nada interesante”.

Tercera edad, motor evolutivo

En un estudio publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, los expertos llegaron a la conclusión de que lo que hoy llamamos tercera edad fue la clave de las sociedades que prosperaron hace 30.000 años. Los grupos humanos en los que había ancianos disponían de un mayor caudal de conocimientos, lo cual contribuyó decisivamente a la supervivencia colectiva y, con ello, multiplicó el número de gente mayor.

Rachel Caspari, de la Universidad de Michigan, y Sang-Hee Lee, de la Universidad de California en Riverside, descubrieron a través del estudio de 768 fósiles humanos que la posibilidad de llegar a una mayor edad dio a nuestra especie una ventaja evolutiva fundamental. Cuando los seres humanos empezaron a vivir más tiempo de promedio que otros primates, no sólo mejoraron las técnicas para conseguir alimento, cobijo y protegerse del resto de especies, también “empezó a observarse un cambio simbólico en la conducta. Encontramos expresiones artísticas. Se ve un gran número de personas que son enterradas con piezas de joyería, con ornamentos en sus cuerpos. Es muy posible que en esa época la gente comenzara a valorar y a cuidar a los débiles y a los ancianos, y a cambio se beneficiaran de su ayuda y experiencia”, afirma Caspari.

Otros estudios basados en la sociedad actual han demostrado que las personas maduras tienen mucha más habilidad que las jóvenes para lidiar con conflictos interpersonales y en momentos de crisis en los que es importante no precipitarse.

Según las investigaciones de Richard E. Nisbett, de la Universidad de Michigan, lo esencial no es que los adultos manejen más información, sino que saben leer mejor los desacuerdos entre las personas para extraer las claves que permitan darle la vuelta a la situación. Contrariamente a lo que a menudo se dice, han descubierto que la gente mayor está más dispuesta a admitir otros puntos de vista, a asumir la incertidumbre y a aceptar que las cosas cambian con el tiempo.

El legado de nuestros abuelos

Dejando de lado los estudios antropológicos y sociológicos, en la evolución personal que encarna cada ser humano suele haber como mínimo una persona mayor que ha marcado profundamente nuestra trayectoria. En su libro ¿Qué es lo mejor de ser abuelos? (Grijalbo, 2005), la escritora y profesora de creatividad Silvia Adela Kohan asegura: “La mayoría de abuelos son personas sabias, con una amplia visión sobre los asuntos humanos. Esto hace que puedan valorar lo que merece la pena y lo que no, además de apoyar a sus nietos y ayudarlos a que desarrollen su creatividad (...) De mis cuatro abuelos, el que yo recuerdo con más emoción es mi abuelo paterno, que nos venía a ver cada fin de semana con un bote de nata fresca. Desde entonces para mí abrir un bote de nata es contactar con mis antepasados.[pagebreak]

Hay muchas pequeñas lecciones que aprendemos de nuestros mayores, tal vez porque con ellos bajamos la prevención que tenemos con nuestros progenitores. Como señalaba el historiador norteamericano Lewis Mumford, cada generación se rebela contra los padres y traba amistad con los abuelos.

En este milagro intergeneracional obra la magia de unos maestros que han aprendido el arte de vivir despacio. Libres del ritmo frenético de la productividad que nos hace ir a toque de silbato, los abuelos tienen el tiempo que necesitan los pequeños para atender a sus preguntas, así como disposición para compartir sus propias aventuras y experiencias.

Eso no significa que puedan ejercer el papel de padres. Según Juan Casado, profesor de pediatría de la Universidad Autónoma de Madrid, sobre los progenitores recae la responsabilidad de educar y velar por la salud con la dosis justa de autoridad: “Padres y abuelos son complementarios, los primeros aportan normas, disciplina, trabajo y límites; los segundos, ternura, tolerancia y tiempo; ambos son necesarios.”

La edad de la experiencia

En su libro Los abuelos jóvenes (Palabra, 2002), el doctor en ciencias de la educación Oliveros F. Otero y el director de empresas José Altarejos hablan de “la edad de la experiencia”, pues algunos de los grandes hitos de la humanidad se han realizado justamente avanzada la madurez de los protagonistas. Platón, Aristóteles, Miguel Ángel y Cervantes son algunos ejemplos que citan estos autores al hablar de esta etapa en la que la experiencia encuentra la necesaria reflexión.

La mayoría de las personas no están llamadas a escribir libros de filosofía, a realizar avances en la aritmética o a revolucionar el mundo del arte, pero pueden ser todo eso y más para el espíritu en formación de sus nietos. 

Dos novelistas de generaciones distintas reflexionan sobre el papel que desempeñaron los mayores en su vida. Luis Landero explica así la memoria que conserva de su abuela: “Recuerdo todavía trozos de cuentos que me explicaba, pero también canciones y fragmentos de zarzuelas. Tenía una memoria increíble en la que cabían un montón de cosas. Vivió 93 años y nunca estuvo enferma. Era tan analfabeta que apenas sabía escribir su nombre. Cuando iba a la plaza de su mano, a menudo me preguntaba: ‘Mira este cartel, ¿qué pone?’. Lo hacía más para estimularme que porque le interesara saber lo que ponía”.

Las personas maduras tienen mucha más habilidad para lidiar con conflictos interpersonales y en momentos de crisis en los que es importante no precipitarse

Iolanda Batallé, autora del libro La memoria de las hormigas (Gadir, 2010), cuenta en las entrevistas que un retrato de su abuela preside su escritorio. Ella le impulsó a soñar, a imaginar, le dio la seguridad de que podía convertirse en aquello que quisiera. En su libro habla de este modo del pragmatismo que a veces nos choca de las personas de edad avanzada: “Mi abuela siempre me lo decía: ‘Yo esto de la depresión no me lo creo. Si alguien está triste, pues que se levante y trabaje’. A veces, le había intentado explicar que la gente que sufría esta enfermedad no controlaba su cuerpo ni su mente, que a veces había personas que estaban tan tristes y cansadas que no podían levantarse para ir a trabajar. Ella me respondía: ‘Tonterías, niña, tonterías, todo esto es pereza. Si estás triste y cansada, miras la agenda, repasas las cosas que tienes que hacer y te dices a ti mismo: no estoy deprimido porque mi agenda no me lo permite’. No valía la pena discutir con mi abuela, puesto que en su mundo tenía razón”.

Para muchos, la figura del psicólogo o terapeuta suple esta voz de la experiencia, aunque se base en una escuela de pensamiento en lugar de en las propias vivencias. Porque ese es el tesoro de los abuelos: han visto tanto, en su existencia y en su entorno, que encuentran fácil lo que los nietos ven difícil y encuentran puertas allí donde los jóvenes sólo ven muros que se levantan ante ellos. [pagebreak]

Una lección de sabiduría

La actriz Ingrid Bergman explicó de esta manera lo que se gana con la edad: “Envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube, las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”.

Hay un relato árabe ilustrativo sobre la sabiduría pragmática de los mayores, en contraposición con la pretensión de saber de los jóvenes. Cuenta que hubo una vez un anciano muy sabio, tanto que todos decían que en su cara se podía ver la sabiduría. Un buen día ese hombre decidió hacer un viaje en un barco donde iba un joven estudiante arrogante, que entró en el navío dándose aires de importancia, mientras que el anciano se limitó a sentarse en la proa a contemplar el paisaje y ver cómo trabajaban los marineros. Al poco, el estudiante tuvo noticia de que en el barco se encontraba un sabio y fue a sentarse junto a él. El anciano permanecía en silencio, y el joven decidió sacar conversación:

–¿Ha viajado mucho usted?
A lo que el anciano respondió:
–Sí.
–¿Y ha estado usted en Damasco?
Al instante el anciano le habló de las estrellas que se ven desde aquella ciudad, de los atardeceres, de las gentes y sus costumbres. Le describió los olores y ruidos del zoco y le habló de las hermosas mezquitas de la ciudad.
–Todo eso está muy bien –dijo el estudiante–. Pero… habrá estado usted estudiando en la escuela de astronomía, ¿verdad?
El anciano se quedó pensativo y, como si aquello no tuviese importancia, respondió:
–No.
El estudiante se llevó entonces las manos a la cabeza, sin creer lo que estaba oyendo:
–¡Pero entonces ha perdido media vida!
Al poco rato, el estudiante le volvió a preguntar:
–¿Ha estado usted en Alejandría?
Y, acto seguido, el anciano le empezó a hablar de la belleza de la ciudad, de su puerto y su faro. Del ambiente abarrotado de las calles, de sus tradiciones y de otras tantas cosas.
–Ya veo que ha estado usted en Alejandría –repuso el joven– . Pero, ¿estudió usted en la Biblioteca de Alejandría?
Una vez más, el anciano se encogió de hombros y dijo:
–No.
De nuevo, el estudiante se llevó las manos a la cabeza y dijo:
–Pero, ¡cómo es posible! ¡Ha perdido usted media vida!
Al rato, el anciano vio en la otra punta del barco que entraba agua entre las tablas. Entonces, preguntó al joven:
–Tú has estudiado en muchos sitios, ¿verdad?
El estudiante enhebró una retahíla sin fin de escuelas, bibliotecas y lugares de sabiduría que había frecuentado. Cuando por fin terminó, el viejo le preguntó:
–¿Y en alguno de esos lugares has aprendido natación?
El estudiante repasó las decenas de asignaturas que había cursado en los diferentes lugares, pero en ninguna de ellas estaba incluida la natación, así que respondió:
–No.
Al escuchar eso, el anciano se arremangó y, antes de tirarse al agua, dijo:
–Pues has perdido la vida entera.

Decálogo de los buenos abuelos

En su libro sobre el placer de cuidar a los nietos, Silvia Adela Kohan establece el siguiente decálogo para una relación saludable y nutritiva entre las generaciones:

No intentar ser el padre o la madre de los nietos. El valor de los abuelos es justamente que están liberados de esa autoridad y pueden acercarse al niño de una forma más natural.

Aprovechar la experiencia para escuchar y esperar. La paciencia debe ser una virtud con la que la gente mayor compense la impulsividad de los pequeños.

Practicar el buen humor. Las bromas con los abuelos es algo que los niños jamás olvidan, ya que forma parte de su educación emocional.

Ocuparse de los nietos en lugar de preocuparse. Es decir: jugar con ellos, conversar, compartir visiones, aportar la propia experiencia para arrojar luz sobre las encrucijadas de la vida.

No juzgarlos. Los niños aprecian mucho que los abuelos sean capaces de escuchar sin criticarles o censurarles, lo que les da confianza para mostrarse como son.

Ofrecer a los pequeños más tolerancia que los padres, pero sin desacreditarlos. Es muy importante no estropear la tarea educativa de los progenitores restándole importancia o dando consignas opuestas.

Apoyar los sueños de los niños. Una de las misiones de los abuelos es mantener abiertos los horizontes que a menudo los padres se empeñan en acotar.

Explicarles historias que estimulen su imaginación. En todas las culturas, los mayores tienen un papel de cuenta-cuentos y de memoria colectiva.

Amar a los nietos por lo que son, no por lo que tendrían que ser. Aceptar a la persona en cada etapa de su evolución, con sus características y limitaciones.

 

 

Sobre el autor
Francesc Miralles es periodista especializado en psicología y espiritualidad.Ha publicado numerosos ensayos y novelas, entre los que destacan amor en minúscula y Ojalá estuvieras aquí, traducidos a más de diez idiomas.