Lobbies, los oscuros amos de Europa
15.000 lobbistas actúan en Bruselas para que la mitad de las leyes europeas salgan conforme a los intereses de las grandes empresas y no del interés general.
El Parlamento Europeo aprobaba recientemente una nueva legislación sobre comercialización y empleo de sustancias químicas en los suministros de agua, el hogar y la jardinería. Según el preámbulo de la norma, se trataba de eliminar aquellos compuestos tóxicos que puedan dañar la salud o el medio ambiente, como las sustancias cancerígenas, las que afectan a la fertilidad o las que alteran el sistema hormonal. Hasta ahí, todo perfecto. Estas fueron las intenciones iniciales de los eurodiputados, sin embargo, se quedaron por el camino asuntos tan esenciales para la protección de la salud como para las cuentas de la industria química: los agroquímicos utilizados en la agrícultura quedan excluidos porque ya están cubiertos por otra legislación europea; se mantuvieron algunos productos altamente tóxicos, como el difenacoum y otros matarratas; se flexibilizaron los requisitos para sustituir las sustancias peligrosas por alternativas menos dañinas; la Agencia Europea de Sustancias y Preparados Químicos estudiará las solicitudes para productos nuevos y de bajo riesgo a partir de 2013, pero hasta 2017 no lo hará para el resto de los biocidas; y, por si no se hubiera descafeinado suficientemente la norma, los gobiernos nacionales podrán seguir decidiendo si mantienen los productos más peligrosos para la salud aunque estos estén incluidos en la lista negra de la Unión; es decir, una especie de veto nacional pero al revés.
En Bruselas hay unos 15.000 'lobbistas', que actúan para que las leyes que salen de allí salgan conforme a los intereses de las grandes empresas y no del interés general
¿Qué ha pasado para que una norma que iba a marcar un hito en la protección de la salud y el medio haya quedado completamente aguada, al igual que ocurriera con la Directiva Reach, los límites de contaminantes atmosféricos en los coches o la moratoria de nuevos transgénicos?
Ocurre que, sobre las buenas intenciones de los legisladores de Bruselas han pasado unos cuantos de esos 15.000 lobbistas que actúan en la principal capital del poder comunitario para que esa mitad de nuestras leyes que salen de allí salgan conforme a los intereses de las grandes empresas y no del interés general. Estimaciones de entidades anti-lobbies de Estados Unidos calculan que en Washington el número de lobbistas ha descendido en los úlitmos años a 14.000, de modo que Bruselas se puede considerar ya la mayor concentración mundial de cabilderos. Y eso sin contar a los lobbistas nacionales, que, de vez en cuando, se trasladan a la ciudad del Atomium para echar una mano en la labor de presionar a los eurócratas y europarlamentarios.
El trabajo de este oscuro grupo de personas que trabajan para cientos de asociaciones, consultoras privadas y departamentos corporativos de asuntos regulatorios es asfixiante para las instituciones comunitarias: se entrevistan con frecuencia con comisarios, directores generales, eurodiputados y otros personajes clave en toda regulación; envían a las instituciones infinidad de informes de posición o estudios científicos y pseudocientíficos, propios o contratados, para que los eurócratas tengan bien presente los argumentos del sector afectado; participan como expertos en infinidad de comités consultivos y audiencias públicas del Parlamento o de la Comisión, y esa consideración de experto los aúpa a la categoría de lobbista top al que cortejan los grandes de su sector, como si fueran estrellas de fútbol; celebran todo tipo de seminarios a los que invitan a los eurócratas para explicarles, durante las sesiones o en el coffee break, las opiniones de la industria, y escuchar, de paso, los argumentos y estrategias del empleado público; organizan encuentros informales con estos en forma de cócteles, comidas de trabajo, charlas de café, cenas de lujo o visitas a instalaciones industriales, por supuesto, con todos los gastos pagados; los representantes privados reciben contínuamente regalos más o menos caros como gesto de hospitalidad de la industria…
Esta enumeración puede parecer una exageración periodística pero, para apuntar que no lo es, fijémonos en un reciente suceso. A finales de junio de 2010, 22 eurodiputados involucrados en la reforma de los mercados financieros para evitar las controvertidas prácticas que han conducido a la actual crisis económica, hicieron público un manifiesto contra la agobiante presión de que estaban siendo objeto y que, a su juicio, “representa un peligro para la democracia”. “Como responsables europeos encargados de regular los mercados financieros y los bancos –se leía en el texto, que ponía por escrito lo que entre la clase política y los funcionarios de Bruselas y Estrasburgo es un sentir general– podemos constatar cada día la presión ejercida por la industria financiera para influir en las leyes que regulan el sector”. Para dar una idea de la solidez de esta argumentación conviene destacar que los firmantes no pertenecen –como cabría esperar– al Grupo Verde o al de Izquierda Unida, sino que, además de personas procedentes de estas dos formaciones progresistas, la declaración incluyó a políticos de los tres grandes grupos: conservadores, liberales y socialistas. ¿Se entiende ahora por qué siguen sin regularse apenas las hipotecas-basura, el secreto bancario, los paraísos fiscales, los hedge funds y otros muchos inventos que hacen la vida de casi todos un poco peor?
Los 22 miembros del Parlamento Europeo (MEP en la jerga comunitaria anglosajona) resaltaban la “estrecha proximidad entre las élites políticas y financieras”, algo que “contribuye a una atención exclusiva a los argumentos de la industria finaciera”. Los MEP subrayaban la falta de un contra-lobby de la sociedad civil que equilibrase el enorme poder de los bancos y, no sin cierta ingenuidad, proponían un Greenpeace financiero que no dejase las manos tan libres a los eurócratas de la Comisión y el Consejo o a los líderes del Europarlamento. Por ejemplo, a la hora de establecer los cada vez más influyentes consejos consultivos de la Comisión y el Parlamento, siempre dominados por la industria de turno y donde rara vez es invitado algún activista social, un académico ajeno a la empresa privada o una sindicalista. Incluso, se conoce algún caso de experto independiente que ha entrado a trabajar o colaborar con una asociación empresarial en cuanto su nombre apareció en la lista de uno de estos consejos consultivos por los que tanto se guían hoy las grandes y pequeñas decisiones públicas de la Unión Europea.
“Vamos a combatir contra usted”
Mojca Drcar Murko es una mujer de carácter. Hasta 2004 fue periodista en su país –Eslovenia– y, entre ese año y 2009, eurodiputada adscrita al Grupo Liberal de la Eurocámara. En sus cinco años de peripecias por Bruselas y Estrasburgo (las dos co-sedes de la Eurocámara), se distinguió por sus iniciativas en el ámbito médico y farmacéutico. En los tres últimos años de su mandato, participó como ponente en la Directiva sobre Protección de Animales Usados con Propósitos Científicos dentro del Comité de Medio Ambiente, Salud Pública y Seguridad Alimentarios del Parlamento Europeo.
Cuando estaba redactando la Directiva recibió la visita de dos lobbistas de Astra-Zeneca, una de las grandes del sector farmacéutico. “Me pidieron una entrevista –explica–, yo se la concedí, nos reunimos un buen rato y, en un momento determinado, estábamos hablando del uso de grandes simios en experimentación animal y les dije: ‘Lo siento, pero no pueden convencerme en este caso’. Entonces, uno de ellos se levantó y me dijo: ‘Gracias por su tiempo, pero vamos a combatir contra usted en el futuro’… Tuve un fuerte sentimiento de estar amenazada”, concluye la ex-diputada eslovena, que no se presentó a la reelección, según sus palabras, “harta de la política europea”.
Falta un 'contra-lobby' de la sociedad civil para equilibrar el enorme poder de los bancos y de las empresas
Los lobbistas del sector health care fueron más persuasivos con algunos colegas de Mojca, o, al menos, consiguieron que casi todas sus enmiendas a la propuesta de la Comisión (la Comisión es quien tiene la iniciativa legislativa en la política comunitaria) “fueran rechazadas y reemplazadas –según sus propias palabras– por otras contrarias”. Como resultado de esto, y en un caso sin precedentes en la historia de las instituciones comunitarias, la ponente de un texto legislativo del Parlamento Europeo no solo votó en contra del texto final, sino que pidió al presidente de la Eurocámara que se retirase su nombre de un resultado totalmente ajeno a sus posiciones.
Puertas giratorias
En casi todos los casos, la Comisión Europea que preside el conservador José Manuel Durao Barroso no ha encontrado conflictos de interés en las ofertas que han recibido estas personas. En algunos casos, da la impresión de que las gafas de quienes revisan estos expedientes no están muy bien graduadas. O, sencillamente, es que no se ve lo que no se quiere ver.
Es el caso del comisario europeo encargado de los temas pesqueros durante el primer mandato de Barroso, el maltés Joe Borg, que ahora trabaja para un poderoso lobby –Fipra– que presiona a la UE en asuntos marítimos y de pesca. Para las organizaciones –no muchas– que trabajan estos temas en Bruselas, París o Londres, es un insulto a la inteligencia afirmar que no hay en este caso un conflicto de interés entre lo público y lo privado, pero si lo prohíben los actuales comisarios se cerrarían ellos mismos las puertas si deciden en 2014 colgar los hábitos comunitarios para disfrutar de los sueldos millonarios que paga la empresa privada o sus asociaciones.
El Parlamento Europeo –siempre un poco más avanzado en cuanto a ética política que el Ejecutivo comunitario o los representantes ministeriales del Consejo– amenazó el pasado verano con revocar los permisos de paso al sector privado otorgados por la Comisión a los seis ex-comisarios hasta que la propia Comisión aprobase un nuevo código de conducta con más estrictas reglas sobre conflictos de interés entre lo público y lo privado. Particularmente, se exigía un periodo de enfriamiento antes de pasarse al bando corporativo.
¿Y cómo nos afecta esta aparente falta de ética política? Veamos el caso de Suzy Renckens, directora de la Unidad de Transgénicos de la Comisión Europea, que, en abril del 2010 fue fichada como lobbista por el gigante suizo de los transgénicos Syngenta. La maniobra se producía pocas semanas después de que la Comisión Europea aprobase nuevas variedades de cultivos transgénicas. La ONG Testbiotech ha elevado al Defensor del Pueblo comunitario una queja contra la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) por la decisión de este organismo clave en la política alimentaria de permitir semejante fichaje. Según la asociación alemana, ni siquiera se exigió a Renckens un periodo de enfriamiento u otras restricciones antes del paso a la empresa privada para evitar la fuga de información pública confidencial, como son las deliberaciones en la EFSA respecto a los nuevos transgénicos o cuáles están en estudio. Al parecer, la EFSA se ha limitado a recordar a Suzy Renckens su obligación de confidencialidad respecto a la información pública de que disponga.
Según el CEO, los conflictos de interés entre lo público y lo privado se dispararon bajo el mandato de José Manuel Durao Barroso al frente de la Comisión. Y seguirán sin control mientras los ciudadanos europeos no se tomen más en serio a sus, por otro lado, poderosas instituciones.
Toda la normativa de los 27 nace en Bruselas y demás capitales de la UE, y ninguna regulación nacional, regional o local puede contravenir las normas que prepara la Comisión Europea, revisa el Parlamento y la propia Comisión y aprueban finalmente los delegados gubernamentales, esto es, el Consejo Europeo. Y si se trata de reglamentos, por ejemplo, la decisión de la Comisión es suficiente.
No solo se legisla desde Bruselas. Las lejanas y opacas instituciones comunitarias manejan un presupuesto billonario, condicionan con subvenciones toda la política agraria y de infraestructuras, fijan la política monetaria desde el Banco Central Europeo, sancionan a los países que no siguen sus directrices y diseñan planes paneuropeos, como la red de autopistas o los objetivos de reducción de gases de invernadero.
Pese a esto, los eurócratas y europarlamentarios trabajan sin ninguna presión ciudadana porque los 500 millones de personas que vivimos en la UE prestamos mucha más atención a lo que ocurre en nuestro país o nuestra comunidad que a las grandes decisiones de alcance continental.
Como dicen muchos eurócratas, Bruselas está aún muy lejos para los europeos. Pero no lo está para los lobbies empresariales, esas organizaciones creadas para influir en el poder político y que destinan ingentes recursos para que el teatro semivacío de la política europea se desarrolle a su conveniencia.
Un teatro casi vacío que decide mucho
Hoy en día, más del 50% de toda la legislación de los países de la Unión Europea proviene de las instituciones comunitarias y, según el Observatorio de la Europa de las Multinacionales (CEO), en terrenos como el medio ambiente, la directriz comunitaria sobre los estados alcanza al 70%.
Toda la normativa de los 27 nace en Bruselas y demás capitales de la UE, y ninguna regulación nacional, regional o local puede contravenir las normas que prepara la Comisión Europea, revisa el Parlamento y la propia Comisión y aprueban finalmente los delegados gubernamentales, esto es, el Consejo Europeo. Y si se trata de reglamentos, por ejemplo, la decisión de la Comisión es suficiente.
No solo se legisla desde Bruselas. Las lejanas y opacas instituciones comunitarias manejan un presupuesto billonario, condicionan con subvenciones toda la política agraria y de infraestructuras, fijan la política monetaria desde el Banco Central Europeo, sancionan a los países que no siguen sus directrices y diseñan planes paneuropeos, como la red de autopistas o los objetivos de reducción de gases de invernadero.
Pese a esto, los eurócratas y europarlamentarios trabajan sin ninguna presión ciudadana porque los 500 millones de personas que vivimos en la UE prestamos mucha más atención a lo que ocurre en nuestro país o nuestra comunidad que a las grandes decisiones de alcance continental.
Como dicen muchos eurócratas, Bruselas está aún muy lejos para los europeos. Pero no lo está para los lobbies empresariales, esas organizaciones creadas para influir en el poder político y que destinan ingentes recursos para que el teatro semivacío de la política europea se desarrolle a su conveniencia.
Aunque rara vez se hable de ello en los medios o en las instituciones, la presión sistemática de esos lobbies del sector químico, de las industrias de armamento o del sector financiero tiene mucho que ver con la rebaja de objetivos de contaminación atmosférica, con el rescate de bancos en crisis y otras muchas regulaciones que no parecen destinadas al bien común.