La hora violeta
Es ese momento del atardecer en el que estamos a punto de perderlo todo sin que pase nada, el preciso instante del día en el que las horas se precipitan definitivamente hacia el crepúsculo y la naturaleza, el más brillante de los escenógrafos, cambia de decorado sin llegar a percibirlo. Ya está, ya es de noche. Pero antes llega la hora violeta.
Prenden las estrellas, entona su aflautada voz el ruiseñor y los grillos inician el allegro de su sinfonía monocorde. Come el autillo y empiezan a manotear el aire los murciélagos. Pero, todo sobre, el fondo violeta del último suspiro del atardecer.
Más allá de la novela de Montserrat Roig y el hermoso verso de T.S. Elliot, para los amantes de lo vivo, la hora violeta es ese instante mágico del campo (o el mar) en el que la naturaleza se acopla en perfecta armonía con la bóveda celeste. Una cópula magistral, un apagarse pero sin llegar a ello. Un breve instante en el que el paisaje se une en lo liliáceo antes de fundir a negro.
Tengo guardado en el baúl de la memoria algunas horas violetas vividas en diferentes escenarios: la de la Cala de la Media Luna, en el Parque Natural del Cabo de Gata; la del Pla de la Calma, en el corazón del Montseny; la de la Playa de Pociñas, al pie de un acantilado en Sanxenxo, la de la Punta del Trabucador, en el Delta de l’Ebre o la del Cabo de Caballería, con los pies colgando sobre la mar, en el norte mineral de la isla de Menorca.
Pero lo que me impulsa inevitablemente, casi con violencia, a escribiros estas líneas es este breve instante de la hora violeta en el Parque Nacional de Monfragüe, el lugar donde me formé como naturalista, retratada por Andoni.
Esa luz morada sobre la dehesa, extendiéndose como una mascarilla hidratante, revitaliza las emociones. Casi podemos percibir los aromas, incluso se puede escuchar el sonoro silencio del bosque mediterráneo por excelencia.
Y vosotros ¿de dónde son vuestras horas violeta?
Imagen: Atardecer en el Parque Nacional de Monfragüe, de Andoni Canela.
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