Acoger la naturaleza de cada niño
Hace unos meses, en unos talleres para padres y educadores, ofrecí a los asistentes a la posibilidad de poner en práctica algunos conceptos sobre el juego espontáneo que habíamos estudiado durante la mañana.
La sesión iba a desarrollarse al aire libre, en un parque público tan vacío que parecía reservado para nosotros: 50 adultos y unos 30 niños y niñas. Desde que llegamos, fue interesante ver cómo íbamos ocupando el espacio y situándonos unas con respecto a otras.
La mayoría de los niños se instalaron en el centro del parque, en una zona con grandes piedras. Había pedido a los adultos que se mantuvieran a distancia, observando los acontecimientos con unos sencillos criterios. Su actitud debía ser lo más neutra posible y solo podían intervenir si lo creían necesario.
Pude notar la inquietud que generaban algunas interacciones entre las criaturas y con los elementos naturales. Fue entonces cuando el grupo de mayores (6 a 10 años) empezó a buscar un espacio propio, lejos de la mirada adulta. Al terminar, nos juntamos para compartir observaciones.
Una madre comentó que su hijo manipulaba continuamente palos y piedras, en lugar de jugar con los demás. Le preocupaba su timidez y temía que no desarrollara habilidades sociales. Sorprendida, otra mujer explicó que, por el contrario, su pequeña había pasado todo el rato con sus compañeros y le inquietaba que no interactuara con el entorno. ¿Tal vez su actitud denotaba cierta dependencia emocional, una incapacidad para estar sola?
Hubo un largo silencio y las dos mujeres cruzaron sus miradas. Un maestro se preguntó en voz alta: “¿Por qué en lugar de valorar sus cualidades nos empeñamos en que sean de otra forma?" Alguien susurró: “Y a eso le llamamos educación....”.
Recordé una frase de Ronald Laing, el conocido anti-psiquiatra inglés: “Antes que un objeto a transformar, un ser humano es una persona que necesita ser aceptada.”
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