Vivir en otoño
El otoño nos trae cambios que pueden ser vividos y entendidos a través de la sensibilidad y la intuición, y también la sabiduría milenaria de la filosofía china.
Es tiempo de cambios, desde el equinoccio de otoño el 22 de septiembre hasta el solsticio de invierno, poco antes de Navidad, los cambios se suceden sin pausa y sin prisa. El sol transcurre cada vez menos tiempo en el cielo, y la tierra y las aguas del mar inician su enfriamiento. El aire se condensa y, como consecuencia, entra en juego la otra cara del estreno otoñal: los vientos y las tempestades.
Entrado octubre, llegan vientos que limpian el aire y el cielo, clarifican las formas de los árboles, que recobran su color más puro, los perfiles llegan a ser siluetas recortadas, ágiles y esbeltas. Queda un deseo de los sentidos de recogerse a lugares más íntimos, de no agitarse, vivir dentro de unas medidas más acotadas y precisas.
Las sombras se alargan al ingresar en noviembre, cuando la noche va ganando terreno al día. En las ciudades, se recupera la actividad febril.
En el campo es el tiempo de la vendimia, de la recolección de manzanas, del sembrado, de las setas y las castañas, de las excursiones y del veranillo de Sanmartín.
El tiempo de metal. Observamos las últimas moscas, que vagan perdidas de aquí para allá buscando no se sabe qué. Como ellas, desaparecen los mosquitos, las cigarras y las hormigas. La información que proporciona la naturaleza se ralentiza, los sentidos se concentran. Todo se viste de quietud.
El agua deja de moverse libremente, se retrae y se condensa. Sedimenta, cristaliza y solidifica formando arenas, metales y piedras que poseen una forma precisa que las unge de fuerza. Nos encaminamos, según la filosofía china, al tiempo de metal.
El elemento metal prevalece en otoño, impregna de sus cualidades a la Naturaleza, las ciudades y los seres humanos: el metal se mueve con menos facilidad, pero es más duro y más concreto, da seguridad. Interiormente posee poder de transmisión, se mueve profunda y subterráneamente, conduciendo aquello que no se ve, va muy deprisa, se mide y nos ilumina: la electricidad, la electrónica y las ondas magnéticas.
La entrada en el tiempo de metal nos encamina hacia el arraigo, da pie a la edificación de sueños y proyectos que al afianzarse, consolidarse y reforzarse, nos caracterizan. Por otra parte, con las noches largas y la vida en la oscuridad hay una pérdida de visión exterior que nos devuelve al misterio de lo invisible, los secretos y la vida interior. Es un tiempo para el pensamiento, para el mundo de lo incorpóreo, para lo impalpable, imaginario, intangible, etéreo, sobrenatural o espiritual.
Nos protegemos del frío y empezamos una relación más íntima con nosotros mismos. Los recuerdos y los proyectos toman forma, se estructuran y solidifican en este presente que por fuera es más austero y sobrio, pero que se mueve a muy distintas frecuencias y con rapidez a nivel emocional, mental y espiritual.
El movimiento espiritual: desapego. El otoño se caracteriza por un replegarse paulatino al diálogo interior, donde la verdad más íntima se hace patente. El sentimiento más enraizado en él es la melancolía. El estado mental es apropiado para organizar nuevos proyectos. En el plano espiritual, reina el tiempo de difuntos, tiempo de recordar y honrar a los antepasados, hacer balance de aquello y aquellos que se fueron dejando un vacío en nuestro interior, donde quedan los recuerdos y objetos que nos los evocan.
El movimiento emocional, mental y espiritual más importante es el desapego, que se bloquea cuando nos enquistamos en un sentimiento, un pensamiento o un hábito.
El apego se basa en el miedo y la inseguridad. Hay dos tipos de apego. Por una parte, a personas y por otra, a los símbolos. El primero no nos permite vivir nuestra vida ni deja a aquellos a quienes estamos apegados descansar en paz, su presencia recurrente nos ata a ellos y ejerce un poder que nos encierra. El segundo, cambia lo que realmente somos por símbolos de lo que somos.
El primero precisa volver a la memoria sin reproche. Mirar de frente los recuerdos que son parte de nosotros mismos, precisarlos hasta el último detalle para limpiarlos e iniciar el proceso de despedirlos amablemente deseando que suceda lo mejor para cada una de las partes. El segundo ha de menester fe y confianza en nosotros, saber qué es lo importante en nuestras vidas; lo que nos hace crecer física, mental y espiritualmente.
Cuando abandonamos el apego a alguien o a algo que nos lastra, lo dejamos libre y nos abrimos a nuevas sensaciones con respecto a él, a nosotros mismos y al entorno. Nos abrimos a la vida, con lo que nuestro interés e intenciones continuaran vivos y alerta frente a la incertidumbre
Todo va y viene, es fugaz y pasajero, caduco y finito, incluso lo que nos parece más perdurable, la montaña que vemos desde nuestra ventana tiene un deterioro que puede ocupar más o menos años, pero va mudando. La sabiduría de la incertidumbre que posee el presente es la única que nos permite avanzar. Quedarnos apegados a recuerdos, gentes, cosas o animales congela nuestro deseo y nuestro amor. La fluidez y flexibilidad infinitas que conforman estas dos últimas se entumece y endurece obstaculizando el proceso creativo. Es primordial el desapego y sentir la fugacidad del tiempo y lo que es más verdad en él: el presente, ahora y aquí. Poner los cinco sentidos en el presente.
Los sonidos del otoño. En una parte de la comarca catalana del Pallars Jussà, la reserva del Boumort, los ciervos machos más fuertes llaman a las hembras que están en celo, es lo que se conoce con el nombre de brama. Con la brama acotan el terreno y divulgan que poseen los dominios mejores. Anuncian uno de los muchos sonidos que el otoño nos ofrece en la naturaleza.
También las golondrinas se oyen en la lejanía volando veloces, pasan por encima de nuestras cabezas, surcan el cielo en bandadas, recorren miles de kilómetros, camino de tierras más soleadas y temperaturas más benignas.
El sonido del mar pasa por las dos tendencias otoñales, la tranquilidad y la furia. Siguiendo los vientos, se embravece formando una masa sonora informe en la que las olas quedan aglomeradas, sonando al mismo tiempo y a ritmos diferentes. Para pasar en los días sin viento a parecer un lago con pequeñas ondas que arrullan.
Existe un sonido que nos hace comprender que el otoño ha llegado: el de la lluvia al caer. Sobre los tejados, sobre el asfalto, sobre las plantas, sobre los bosques, los estanques, los ríos o el mar. Si la lluvia es suave, es un prodigio de ternura y deja el aroma que la acompaña, el de la tierra mojada.
Aromas de otoño. Las partículas que vienen de la tierra mojada enriquecen el aroma de otoño. Los olores florales se sustituyen por los verdes, de árboles, naranjos, arbustos y especias.
El aroma campestre comienza con la vendimia. Estamos en tierra mediterránea, que fue fundada a base de vid, olivares y trigo. Vino, aceite y pan. La vendimia agita por el aire aromas rancios y dulces.
El olor de la ciudad es olor a multitud. Multitud de informaciones olfativas abren, cierran, atacan al cosmopolita que vive en un punto caliente de la ciudad. Restaurantes, perfumerías, droguerías, fruterías, carpinterías, pastelerías, teatros, grandes almacenes, peluquerías, tiendas aromatizadas, bares, cines, librerías y demás se suceden en la ciudad y poseen un aroma que los define. A todas horas del día. Parecen el mar cuando se enfurece, pero mejor organizado, lo cual es grato. Además, al contrario de lo que sucede con el mar, siempre podemos volver a los olores ciudadanos que más nos complacen. Visitar esa librería que huele a papel o la pastelería con aroma a chocolate.
Sabor en otoño. Se inicia el tiempo de las uvas moscatel de terraza, que permanecen poco tiempo y producen el vino dulce. Llegan los últimos higos, palos santos, melocotones de Calanda. Las frutas se hacen cada vez más consistentes y menos acuosas. Las manzanas son la fruta otoñal por excelencia, aunque la granada reina compacta y con un néctar precioso.
El gusto se complace en texturas menos líquidas y más pastosas. Es el tiempo del boniato, la patata, la calabaza o la castaña. Apetecen comidas calientes y comenzamos a tomar las deliciosas sopas y consomés.
El tiempo en que están maduros y se recolectan aguacate, palo santo, kivi, mandarina, naranja, pera, plátano, pomelo, uva, higo, nueces y la última temporada para el melón, el membrillo y la piña.
Llegan las verduras: acelga, alcachofa, apio, berenjena, brócoli, calabacín, calabaza, col lombarda, coliflor, endibia, escarola, espinaca, judía verde, lechuga, nabo, pimiento, puerro, rábano y remolacha, repollo, tomate y zanahoria, boniato, berenjena y patatas.
El tacto. Después de exponer la piel al aire libre, aparecen los vestidos que nos protegen del fresco exterior: Nuestro guardarropía va cambiando, pasamos de la manga corta a la manga larga, de los shorts al pantalón y con los primeros vientos comienzan a aparecer los pañuelos en el cuello. Las chaquetas de lino se convierten en algodones, hasta que aparecen los primeros jerséis, de algodón primero y de lana después. Los chalecos, las pequeñas capas, hasta llegar a los abrigos y gabanes. Todos ellos con distintas texturas.
La piel que había respirado al aire libre se retrae y espera no la caricia del aire, sino el agasajo del ser querido en forma de abrazo.
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