Activismo infatigable ante el cambio climático
Bill McKibben, premio Right Livelihood 2014 (el Nobel Alternativo), es director y cofundador de la plataforma 350.org y nos recuerda que luchar contra el cambio climático es cosa de todos.
Bill McKibben tiene la planta espigada de un pívot de baloncesto y el espíritu combativo de un llanero solitario. Se le reconoce desde lejos porque aventaja a todos por una cabeza y porque sabe crear en su entorno una especie de frenesí apremiante y contagioso.
Necesitamos un movimiento mucho más grande aún para forzar a los líderes a actuar
Con McKibben nos hemos cruzado una y mil veces en sus infatigables cabalgadas de la última década, desde su patria chica de Vermont hasta las escalinatas del Capitolio en Washington, pasando por la cumbre de los Bioneros en la bahía de San Francisco. Hasta hace poco llevaba sin embargo la vida ajetreada del ecologista teórico, preocupado en todo caso por disminuir su huella y dedicarle más tiempo a su familia, a sus caminatas por el bosque y a sus excursiones en canoa.
En sus alforjas cabía el orgullo de haber sido el primero en alertar al gran público sobre los efectos del cambio climático (entonces llamado efecto invernadero) en un libro proverbial que marcó un hito en 1989: El fin de la naturaleza. Publicó luego una larga decena de títulos –La era de la información perdida, Esperanza, Humanidad y Naturaleza, Economía Profunda– ahondando en la conexión entre nuestro estilo de vida y el deterioro del planeta. Colaboró con las publicaciones más punteras e intentó transmitir su pasión por el planeta como conferenciante.
Pero algo le faltaba. Cada regreso a casa, cada artículo publicado, cada charla ante una audiencia más o menos multitudinaria, le dejaban en el fondo una sensación de vacío. Algo en lo más íntimo
–coincidiendo casi con la inevitable crisis de los cincuenta– le decía que había llegado el momento de pasar a la acción.
Empezó por lo que tenía más cerca, movilizando a un grupo de estudiantes universitarios en Vermont, uno de los estados más progresistas de la Unión. Allí prendió la chispa de Step It Up, embrión de lo que con el tiempo fraguaría en 350.org, el movimiento que está redefiniendo el movimiento ecologista a escala planetaria.
Más de 5.300 actos dieron la vuelta al mundo en la fecha clave y mágica (10/10/10). McKibben cree, sin duda, en el poder de los números, y las 350 partículas por millón de CO2 (la cifra considerada por el climatólogo de la NASA James Hansen como el umbral de peligro) han dejado de ser una abstracción y figuran ya en la agenda de la ONU.
350.org nació precisamente en la antesala de Copenhague, cuando se estaba empezando a forjar –o eso parecía– una conciencia global ante el cambio climático. La cumbre acabó en un “fiasco de proporciones históricas”, nos confesaba recientemente el propio McKibben, que sufrió en sus carnes la humillación.
La depresión post-Copenhague dejó en el dique seco a viejos y nuevos grupos eocologistas. Pero McKibben decidió volver a la carga tras un breve período de reflexión. Y poco después estaba dándole vueltas a todo lo que había que hacer para impulsar “un movimento real, ruidoso y con gran capacidad de acción en todo el mundo”.
“Si algo aprendimos en Copenhague es que necesitamos un movimiento mucho más grande aún para forzar a los líderes a actuar”, reconoce el activista incombustible, embarcado en una partida a cuatro bandas entre Estados Unidos, Europa, China y el resto del mundo, “con especial hincapié en esa constelación de pequeños países (Samoa, Maldivas, Islas Salomón) que son los más amenazados y que apenas cuentan en la escena internacional.”
“Obama no ha hecho gran cosa, ni se ha mostrado dispuesto a arriesgar su capital político en la cuestión del cambio climático”, admite McKibben. “Ha tenido que lidiar con otros asuntos duros estos años y la política energética ha sido la gran sacrificada.”
El presidente haccedió, al menos, a instalar nuevos paneles térmicos y fotovoltaicos en los tejados de la Casa Blanca, y ése fue tal vez el éxito más visible de 350.org. McKibben encabezó una expedición solar con la idea de entregar a Obama uno de los viejos paneles que instaló en 1979 Jimmy Carter y que dos años después desmontó Ronald Reagan.
La excursión acabó en pinchazo sonoro, con el propio McKibben confesando a sus correligionarios de 350.org su profunda decepción por el intercambio de pareceres con los asesores de Obama. Tres semanas después, sin embargo, el secretario de Energía, Steven Chu, anunciaba la reconversión de la Casa Blanca con una instalación que incorporaría las últimas tecnologías y que permitiría no sólo proporcionar agua caliente sino también autobastecer parcialmente de energía a la mansión presidencial.
McKibben no pudo ocultar su satisfacción: “Si ese hecho sirve para impulsar la energía solar de la misma manera que el huerto de la Casa Blanca ha impulsado la agricultura urbana, creo que podemos darnos por contentos”.
“Nuestra próxima meta será precisamente ésa: lograr cosas prácticas”, asegura. “Y podemos lograrlo país a país, con acciones llamativas para calar en la opinión pública y forzar a los políticos a tomar medidas contra el cambio climático, pese a todo el dinero invertido por el lobby de los combustibles fósiles y por las personas más ricas del planeta para abortar cualquier posibilidad de cambio”.
“Organizar, organizar, organizar”... Son los tres consejos que Bill McKibben da a cualquier activista incipiente que quiere ir más allá del cambio personal y tener un verdadero impacto en su comunidad. “Pese a todos los obstáculos, el movimiento se encuentra más vivo que nunca: no hemos hecho más que empezar.”
El activista compulsivo no puede sin embargo enterrar al escritor nocturno que sigue llevando dentro y en 2010 escribió Eaarth, algo así como Tierrra (con una “a” o una “r” de más, para recalcar que vivimos ya en otro planeta diferente al que conocíamos). En 2011 editó The Global Warming Reader, una recopilación de artículos de los activistas más importantes: Al Gore, Van Jones o Naomi Klein.
“Estamos viviendo manifestaciones de un clima extremo, que es una de la consecuencias más evidentes del calentamiento global”, concluye McKibben. “El cambio se está produciendo de una manera rápida y furiosa, y no nos queda otro remedio que adaptarnos. En nuestras manos está aún evitar que el clima entre en una espiral autodestructiva y deje el planeta irreconocible ante nuestros ojos.”