¿La sanidad cumple su función? Es necesario un cambio de paradigma médico
El objetivo de los profesionales que trabajamos en los diferentes campos relacionados con la salud es mantener el mayor número de personas sanas el mayor tiempo posible. Para lograrlo se pueden escoger diferentes caminos, reflejo de las distintas formas de comprensión de la realidad que nos rodea.
En el mundo que llamamos desarrollado predomina el pensamiento antropocéntrico basado en la utilización de la ciencia como instrumento de poder: el hombre es el centro del universo y todo lo que le rodea está a su disposición. Por lo tanto, puede mejorar y superar la propia Naturaleza en la producción de alimentos (biotecnología alimentaria), en los mecanismos de curación (utilización de substancias o preparados de síntesis), e incluso puede prolongar la vida con la ingeniería genética.
La formación que recibimos nos da a conocer en detalle la maquinaria humana, su composición y las reacciones que en ella ocurren, pero no la energía que la impulsa. Hemos aprendido a tratar enfermedades del hígado, del corazón, de los pulmones..., pero no a la persona. Hemos memorizado un recetario de fármacos, todos ellos con efectos secundarios, la mayoría de las veces para suprimir unos síntomas que no comprendemos.
No hemos recibido formación sobre salud: la dietética no ha estado presente como asignatura y exceptuando la discutible inocuidad y efectividad de las vacunas, todos los recursos preventivos han estado planteados como diagnóstico precoz (chequeos, analíticas...) y no como verdadera prevención.
Mientras se nos transmite la idea que la esperanza de vida está aumentando, en las consultas vemos un incremento de patología crónica, característica de adultos, en la etapa de la infancia, definida hasta ahora fundamentalmente por las enfermedades agudas propias de la gran energía de un cuerpo que crece.
Colesterol elevado, hipertensión, obesidad, placas de ateroma en el interior de las arterias, son cada vez más frecuentes en niños, al igual que los infartos en jóvenes de veinte a treinta años. Las personas con problemas crónicos y degenerativos van en aumento y casi todos los tratamientos que reciben son simplemente sintomáticos.
Además, la parcialización del ser humano permite dar como válido un tratamiento que ayuda a un órgano pero que agrede, e incluso deteriora, otro del mismo individuo, hasta el punto que la yatrogenia se está convirtiendo en una de las más relevantes causas de mortalidad.
Todo esto hace muy frustrante la actividad del profesional que se ve impotente para combatir la enfermedad, y que además es consciente de que a través de la medicalización de la sociedad colabora con el aumento de las enfermedades causadas por la propia medicación.
Un antiguo y recuperado pensamiento
Frente a esta situación, fruto del citado pensamiento mayoritario que hoy nos invade, emerge con fuerza un pensamiento que procede de otras culturas como las orientales y que ya estaba presente en nuestros ancestros mediterráneos.
Se trata del reconocimiento del ser humano como eslabón de una cadena energética, de la aceptación de la persona formando parte de un todo. Desde esta perspectiva la ciencia no es un instrumento de poder con el objetivo de interferir en los distintos ecosistemas, sino un instrumento de conocimiento de las diferentes leyes y mecanismos que regulan la Naturaleza con la idea de sintonizar o acoplarnos a ella.
El nuevo objetivo es el de respetar y facilitar los ciclos biológicos en la producción de los alimentos, en los mecanismos de curación, y en los métodos para lograr una mayor longevidad.
Hay que conocer lo hábitos y costumbres de las personas que hoy viven sanas y centenarias en determinadas regiones de nuestro planeta y aprender de ellas, en lugar de derrochar ingentes cantidades de dinero para lograr con nuestros actuales hábitos de vida una patente “biogenética” que nos aproxime a esas edades.
A una medicina llamada moderna, con un alto bagaje tecnológico en el diagnóstico y el tratamiento, efectiva en traumatismos y urgencias, en determinadas insuficiencias hormonales, en infecciones graves, en el control y extirpación de tumores, y que permanece a la espera de que la patología se manifieste en el paciente para actuar con su arsenal terapéutico, hemos de superponer otras formas de entender la medicina que convierten el acto médico en una regulación de los sistemas de equilibrio del propio cuerpo, con el convencimiento que lo que cura no es la medicación sino la propia fuerza curativa de la persona, la que nos da la vida y nos la mantiene, y la que además de devolver la salud previene futuras enfermedades.
Se trata de recuperar conceptos, algunos con más de veinticinco siglos de existencia, totalmente vigentes por su sencillez y aplastante lógica, con gran proyección de futuro, y por lo tanto totalmente modernos:
“La naturaleza cura, el médico ayuda”,
“La enfermedad es un proceso más que un estado, y su aparición no es un comienzo, sino el final de una desviación patológica de larga duración”,
“Los síntomas son el esfuerzo del organismo para restablecer el equilibrio perdido”,
“No existen las enfermedades locales. Nadie puede estar parcialmente enfermo”,
“Primero no perjudicar”,
“La salud y la enfermedad son el resultado de nuestro estilo de vida”,
“No puede haber salud en la persona sin salud en su entorno”.
Reincorporar estos principios al ejercicio de la medicina es el necesario cambio de paradigma que puede añadir vida a las personas, devolviéndoles su autonomía y la responsabilidad sobre su propia salud, y que permite convertir la consulta médica, en lugar de en un encuentro unidireccional en que el profesional receta y el paciente se medica, en un intercambio de inquietudes en que se dan herramientas y recursos para mejorar la salud física y crecer como individuos.
Hemos de ir en busca de la salud, en lugar de esperar que llegue la enfermedad para tratarla. Sinceramente creo que esta es la mejor propuesta para mantener el mayor número de personas sanas el mayor tiempo posible, y dar así sentido a nuestra profesión.
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